Por qué la revolución no será
tuiteada
Por Malcolm Gladwell
Este artículo fue publicado
originalmente en la web de The New Yorker,
y corresponde a la edición impresa del
4 de octubre de 2010
A
las 4:30 de la tarde del lunes 1º de febrero de 1960, cuatro
universitarios se sentaron en la cafetería Woolworth en el centro de
Greensboro, en Carolina del Norte. Cursaban su primer año en la
Universidad Estatal de Agricultura y Tecnología de Carolina del
Norte, una universidad de negros, a un kilómetro y medio de
distancia.
–Quisiera
una taza de café, por favor –le dijo uno de los cuatro, Ezell
Blair, a la camarera.
–Aquí no atendemos negros –contestó
ella.
El
mostrador de la cafetería Woolworth era una barra en forma de L en
la que podían sentarse 66 personas; había además una barra de
pasabocas ubicada al extremo, donde solo se podía estar de pie. Los
asientos eran para blancos. La barra del extremo para negros.
Otra
empleada, una mujer negra que trabajaba en la cocina, se acercó a
los estudiantes y trató de advertirles que se fueran. “Se están
comportando como idiotas, ignorantes”, dijo. No se movieron.
Alrededor de las 5:30 de la tarde las puertas de la tienda se
cerraron. Ninguno de los cuatro se movió. Finalmente salieron por
una puerta lateral. Afuera, una pequeña muchedumbre se había
reunido, incluido un fotógrafo del Greensboro Record. “Volveré
mañana con toda la universidad”, dijo uno de los estudiantes.
A
la mañana siguiente, la protesta había crecido a veintisiete
hombres y cuatro mujeres, la mayor parte perteneciente a la misma
residencia estudiantil de los cuatro iniciales. Los hombres llevaban
traje y corbata. Los estudiantes habían ido con sus tareas y
estudiaban sentados en la barra. El miércoles se sumaron alumnos de
Dudley High, la escuela secundaria negra de Greensboro, y el número
de manifestantes aumentó a ochenta. Al llegar el jueves, ya eran
trescientos, incluidas tres mujeres blancas de la universidad. El
sábado, la multitud sentada había llegado a seiscientos y se había
extendido hasta la calle. Adolescentes blancos hacían ondear
banderas confederadas. Alguien tiró un petardo. Al mediodía, llegó
el equipo de fútbol americano de la universidad: “Ahí viene el
equipo de demolición”, gritó uno de los estudiantes blancos.
El
lunes siguiente, las sentadas se habían extendido a Winston-Salem, a
45 kilómetros de distancia, y Durham, a 90 kilómetros. El martes,
estudiantes del Fayetteville State Teachers College y del Johnson C.
Smith College, se les unieron, seguidos el miércoles por estudiantes
del St. Augustine’s College y la Universidad de Shaw. El jueves y
el viernes, la protesta cruzó las fronteras del estado, emergiendo
en Virginia, en Carolina del Sur y Tennessee. A fin de mes, había
sentadas en todo el sur, incluso en lugares tan al oeste como Texas.
“A
cada estudiante que me crucé le pregunté cómo había sido el
primer día de sentadas en su campus”, escribió en la revista
Dissent el politólogo Michael Walzer. “La respuesta era siempre la
misma: ‘Fue como una fiebre. Todo el mundo quería ir’ ”.
Finalmente, acabaron participando alrededor de 70.000 estudiantes.
Miles fueron arrestados e incontables más judicializados. Estos
hechos ocurridos a principios de los sesenta se convirtieron en una
guerra por los derechos civiles que arrastró al sur durante el resto
de la década –y sucedieron sin email, mensajes de texto, Facebook,
ni Twitter–.
El
mundo, nos dicen, está en medio de una revolución. Las nuevas
herramientas de los medios de comunicación social han reinventado el
activismo. Con Facebook, Twitter y similares, la relación
tradicional entre la autoridad política y la voluntad popular ha
sido alterada. Gracias a estas herramientas los que no tienen poder
cuentan con la facilidad de colaborar, coordinar y expresar sus
preocupaciones. Durante la primavera de 2009, cuando 10.000
manifestantes se tomaron las calles de Moldavia para protestar contra
el gobierno comunista de su país, la acción fue llamada “revolución
Twitter”, por el medio que había reunido a los manifestantes.
Unos
meses después, cuando las protestas estudiantiles estremecieron a
Teherán, el Departamento de Estado iraní dio el inusual paso de
pedir a los directivos de Twitter que suspendieran las reparaciones
que tenían previstas para su sitio web, porque el gobierno de Irán
no quería que esa herramienta crítica quedara fuera de servicio en
el momento álgido de las manifestaciones. “Sin Twitter el pueblo
de Irán no se habría sentido con suficiente poder o confianza como
para alzarse por la libertad y la democracia”, escribió Mark
Pfeifle, un antiguo asesor de seguridad nacional, después de que se
nominara a Twitter para el Premio Nobel de la Paz.
Si
antes los activistas se definían por sus causas, ahora se definen
por sus instrumentos. Los guerreros de Facebook se ponen en línea
para promover el cambio. “Ustedes son la mayor esperanza para todos
nosotros”, declaró James K. Glassman, un antiguo alto funcionario
del Departamento de Estado norteamericano, a un grupo de
ciberactivistas en una conferencia reciente patrocinada por Facebook,
AT&T, Howcast, mtv y Google. “Sitios como Facebook”, declaró
Glassman, “le dan a Estados Unidos una ventaja significativa sobre
los terroristas. Hace tiempo dije que Al Qaeda estaba comiéndonos en
internet. Ya no es así. Al Qaeda se ha quedado en la Web 1.0.
Internet ahora es interactividad y diálogo”.
Ésas
son afirmaciones tajantes pero confusas. ¿Qué importa quién se
come a quién en internet? ¿Es la gente que ingresa a su página de
Facebook la gran esperanza para nosotros? En lo que respecta a
Moldavia y su llamada “revolución Twitter”, Evgeny Morozov, un
académico de Stanford que ha sido el más persistente de los
críticos del evangelismo digital, señala que Twitter tuvo una
importancia interna marginal en un país en que existen pocas cuentas
de esta red social. Tampoco parece haber sido una revolución en
sentido estricto, al menos porque las protestas –como sugirió Anne
Appelbaum en The Washington Post– bien podrían haber sido un
montaje preparado por el gobierno. (En un país temeroso del
revanchismo rumano, los manifestantes izaron una bandera de Rumania
en lo alto del edificio del Parlamento.) Mientras en el caso iraní,
la gente que tuiteaba sobre las manifestaciones estaba casi toda en
Occidente.
“Es
hora de aclarar el papel de Twitter en los sucesos de Irán”,
escribió Golnaz Esfandiari el verano pasado en Foreign Policy. “No
hubo una revolución Twitter en Irán”. Según Esfandiari, todos
los prominentes blogueros –con la estrella de las redes sociales,
Andrew Sullivan, a la cabeza– malinterpretaron la situación. “Los
periodistas occidentales que no podían –o que ni siquiera
intentaban– tener contacto directo con la gente en Irán
simplemente buscaron entre los tuits publicados bajo la etiqueta
#iranelection. A nadie pareció interesarle saber por qué la gente
que trataba de organizar protestas en Irán escribía en cualquier
otro idioma que no fuera el persa”.
Parte
de esa rimbombancia era de esperarse. Los innovadores tienden al
solipsismo. A menudo quieren embutir cada hecho y experiencia dentro
de su nuevo modelo. Como escribió el historiador Robert Darnton:
“Las maravillas de la tecnología de la comunicación en el
presente han producido una falsa conciencia con respecto al pasado;
incluso la idea de que la comunicación carece de historia, o no
tiene nada importante que considerar antes de los días de la
televisión e internet”. Pero hay algo más ahí, en el
sobredimensionado entusiasmo hacia las redes sociales. Cincuenta años
después de uno de los más extraordinarios episodios de cambio
social en la historia de Estados Unidos, parecemos haber olvidado la
esencia del activismo.
Greensboro
a principios de los sesenta era el tipo de lugar en el que la
insubordinación racial se enfrentaba a diario con la violencia. Los
cuatro primeros estudiantes que se sentaron en el mostrador estaban
aterrorizados. “Supongo que si alguien hubiera llegado por detrás
y gritado ‘¡Buuu!’ me hubiera caído del asiento”, declaró
uno de ellos más tarde. El primer día, el administrador de la
tienda avisó al jefe de policía y éste envió de inmediato a dos
agentes. El tercer día, un grupo de matones blancos se presentó en
el mostrador y se ubicó detrás de los manifestantes, murmurando
epítetos ominosos como “negros cabeciquemados”. Un líder del Ku
Klux Klan apareció. El sábado, a medida que crecían las tensiones,
alguien llamó con una amenaza de bomba, y toda la tienda tuvo que
ser evacuada.
Los
peligros eran aún más claros en el Proyecto del Verano de la
Libertad de Mississippi de 1964, otra de las campañas del Movimiento
por los Derechos Civiles. El Comité Coordinador Estudiantil No
Violento reclutó a cientos de voluntarios blancos del norte para
administrar las “escuelas de la libertad”, registrar votantes
negros y promover la preocupación sobre los derechos civiles en el
Profundo Sur. Se les instruyó: “Nadie debe ir a ninguna parte
solo, sobre todo no en automóvil y desde luego nunca de noche”.
Pocos días después de llegar a Mississippi, tres voluntarios
–Michael Schwerner, James Chaney y Andrew Goodman– fueron
secuestrados y asesinados. Durante el resto del verano, 37 iglesias
negras fueron quemadas y docenas de casas francas bombardeadas; los
voluntarios fueron golpeados, tiroteados, arrestados o perseguidos
por camionetas llenas de gente armada. Una cuarta parte de los que
estaban en el programa lo abandonaron. El activismo que desafía el
statu quo –que ataca problemas profundamente enraizados– no es
para los ánimos vacilantes.
¿Qué
hace que la gente sea capaz de ejercer este tipo de activismo? El
sociólogo de Stanford, Doug McAdam, comparó a los que abandonaron y
los que se quedaron en el Verano de la Libertad, y descubrió que la
diferencia clave no era, como cabría esperar, el fervor ideológico.
“Todos los voluntarios –participantes y retirados por igual–
resultaron estar sumamente comprometidos, educados en los objetivos y
valores del programa”. Lo que más importaba era el grado de
conexión personal del voluntario con el Movimiento por los Derechos
Civiles. Todos los voluntarios tenían que dar una lista de contactos
personales –la gente que querían mantener informada sobre sus
actividades–, y los que participaron, a diferencia de los que
abandonaron, eran más dados a tener amigos que también iban a
Mississippi. El activismo de alto riesgo, concluye McAdam, es un
fenómeno que supone fuertes lazos personales.
Esta
constante reaparece una y otra vez. Un estudio de las Brigadas Rojas,
el grupo terrorista italiano de los setenta, encontró que el 70% de
los reclutas tenía por lo menos un buen amigo que ya hacía parte de
la organización. Lo mismo vale para los hombres que se unieron a los
mujaidines en Afganistán. Incluso acciones revolucionarias que
parecen espontáneas, como las manifestaciones de Alemania Oriental
que condujeron a la caída del Muro de Berlín, eran en su núcleo un
fenómeno de fuertes lazos personales. El movimiento opositor de
Alemania Oriental consistía en varios cientos de grupos, cada uno de
ellos con alrededor de una docena de miembros. Cada grupo tenía un
contacto limitado con los otros; en aquel momento solo el 13% de los
alemanes orientales tenía un teléfono. Lo único que sabían era
que los lunes por la noche, fuera de la Iglesia de San Nicolás en el
centro de Leipzig, la gente se reunía para expresar su cólera
contra el Estado. Y para discriminar entre quienes se presentaban, el
elemento determinante eran los “amigos críticos”: cuantos más
amigos tenías que criticaban el régimen, más fácil era que te
unieses a la protesta.
Así,
un dato crucial sobre los cuatro estudiantes del mostrador de
Greensboro –David Richmond, Franklin McCain, Ezell Blair y Joseph
McNeil– era la relación que tenían. McNeil compartía cuarto con
Blair en la residen-cia Scott Hall. Richmond compartía cuarto con
McCain una planta más arriba, y Blair, Richmond y McCain habían ido
todos a la misma escuela. Los cuatro metían cerveza de contrabando
en el dormitorio y hablaban hasta tarde en la habitación de Blair y
McNeil. Los cuatro recordaban el asesinato de Emmett Till en 1955, el
boicot de autobuses en Montgomery ese mismo año y el enfrentamiento
de Little Rock en 1957. Fue McNeil quien propuso la idea de sentarse
en Woolworth. Lo discutieron durante casi un mes. Entonces McNeil se
presentó en el cuarto y preguntó a los otros si estaban listos.
Hubo una pausa y McCain dijo, de esa manera que solo funciona entre
quienes hablan hasta altas horas de la noche: “¿Qué, les da
culillo o qué?”. Al día siguiente, Ezell Blair consiguió el
valor necesario para pedir una taza de café porque estaba flanqueado
por su compañero de cuarto y dos buenos amigos de la secundaria.
El
tipo de activismo asociado con las redes sociales no es tal. Las
plataformas de relaciones sociales están construidas en torno a
lazos informales. Twitter es una forma de seguir a (o de ser seguido
por) gente que tal vez nunca hayas visto. Facebook es una herramienta
para administrar a tus conocidos, para mantenerte al día con gente
con la que de otra manera no estarías en contacto. Es por eso que
puedes tener mil “amigos” en Facebook, cantidad que nunca
tendrías en el mundo real.
En
muchos sentidos se trata de algo maravilloso. Hay fuerza en los lazos
débiles, como ha observado el sociólogo Mark Granovetter. Nuestros
conocidos –no nuestros amigos– son nuestra mayor fuente de ideas
nuevas e información. Internet nos permite sacar provecho de esas
conexiones distantes con maravillosa eficiencia. Es magnífico para
la difusión de la innovación, la colaboración interdisciplinaria,
para relacionar continuamente a compradores y vendedores, y para las
funciones logísticas del mundo de las citas. Pero los lazos
informales rara vez conducen a un activismo de alto riesgo.
En
un libro reciente titulado The Dragonfly Effect: Quick, Effective,
and Powerful Ways to Use Social Media to Drive Social Change, el
asesor comercial Andy Smith y la profesora de la Escuela de Negocios
de Stanford, Jennifer Aaker, cuentan la historia de Sameer Bhatia, un
joven empresario de Silicon Valley que enfermó de una grave
leucemia. Es el ejemplo perfecto de las fortalezas de las redes
sociales. Bhatia necesitaba un trasplante de médula, pero no pudo
encontrar un donante compatible entre sus parientes y amigos. Las
posibilidades de compatibilidad eran mayores con un donante de su
propia etnia, pero había poca gente del sudeste asiático en la base
nacional de datos sobre donantes de médula. Así que el socio de
Bhatia mandó un email explicando su problema a más de cuatrocientos
conocidos, que a su vez reenviaron el email a sus contactos
personales; se crearon páginas en Facebook y videos en YouTube para
la campaña de ayuda a Sameer. Finalmente, cerca de 25.000 personas
más se inscribieron en el registro de donantes de médula, y Bhatia
encontró un donante compatible.
¿Pero
cómo consiguió esta campaña que tanta gente firmase? Sin pedir
demasiado de ellos. Es la única manera de conseguir que alguien que
no te conoce en realidad haga algo por ti. Puedes conseguir que miles
de personas firmen en el registro de donantes, porque hacerlo es muy
fácil. Tienes que mandar una muestra de saliva de la parte interior
de la mejilla y –en el improbable caso de que tu médula sea
compatible con la de alguien que necesita el trasplante– pasar
algunas horas en el hospital. Donar médula espinal no es una
cuestión trivial. Pero no implica riesgo financiero o personal; no
significa pasar un verano perseguido por gente armada en camionetas.
No requiere que te enfrentes a normas sociales ni a prácticas de
atrincheramiento. En realidad, es el tipo de compromiso que tan solo
puede acarrear reconocimiento social y elogio.
Los
predicadores de las redes sociales no comprenden esta diferencia;
parecen creer que un amigo de Facebook es lo mismo que un amigo de
verdad, y que firmar en el registro de donantes de Silicon Valley es
activismo en el mismo sentido que haberse sentado en un mostrador
segregado en Greensboro en 1960. “Las redes sociales son
particularmente efectivas para aumentar la motivación”, escriben
Aaker y Smith. Pero no es cierto. Las redes sociales son efectivas
para aumentar la participación, porque rebajan el nivel de
motivación que esa participación requiere. La página de Facebook
de la Save Darfur Coalition tiene 1.282.339 miembros, que han donado
una media de nueve centavos de dólar cada uno. La institución de
caridad con Darfur que le sigue en número de miembros en Faceboook
tiene 22.073, donantes de una media de 35 centavos de dólar. Help
Save Darfur tiene 2.797 miembros, con una media de quince centavos.
Un portavoz de la Save Darfur Coalition declaró a Newsweek: “No
juzgamos el valor que tiene cada persona para el movimiento con base
en sus aportes económicos. Se trata de un poderoso mecanismo para
comprometer a esa población crítica. Los miembros informan a su
comunidad, participan en eventos, son voluntarios. Es algo que no
puede medirse mirando un libro de cuentas”. En otras palabras, el
activismo de Facebook triunfa no por motivar a la gente a hacer
sacrificios reales sino por impulsarla a hacer pequeñas acciones que
no requieren mayor compromiso. Estamos muy pero muy lejos del
mostrador de Greensboro.
Los
estudiantes que se unieron a las sentadas a todo lo largo del sur
durante el verano de 1960 describieron el proceso como una “fiebre”.
Pero el Movimiento por los Derechos Civiles fue más una campaña
militar que un contagio masivo. A finales de los cincuenta, hubo
dieciséis sentadas en varias ciudades del sur, quince de las cuales
fueron formalmente lideradas por organizaciones como la Asociación
Nacional para el Avance de la Gente de Color (NAACP) y el Congreso
para la Igualdad Social (CORE). Se exploraban posibles lugares para
las manifestaciones. Se trazaban planes. Los activistas tenían
sesiones de entrenamiento y retiros para posibles manifestantes. Los
Cuatro de Greensboro eran producto de ese trabajo sobre el terreno:
todos eran miembros del Consejo de la Juventud de la NAACP. Tenían
lazos cercanos con el responsable local de la organización. Conocían
bien todo lo relacionado con la ola anterior de sentadas en Durham, y
habían participado en reuniones del movimiento en iglesias
activistas. Cuando la protesta se extendió desde Greensboro a través
del sur, no lo hizo de forma indiscriminada. Se extendió a aquellas
ciudades que tenían “centros del movimiento” preexistentes –un
núcleo de activistas dedicado y entrenado, listo para transformar la
“fiebre” en acción.
El
Movimiento por los Derechos Civiles fue un activismo de alto riesgo.
Fue también, fundamentalmente, un activismo estratégico; un reto a
las autoridades, organizado con precisión y disciplina. La NAACP era
una organización centralizada, dirigida desde Nueva York de acuerdo
a unos procedimientos de trabajo rigurosamente formalizados. En la
Conferencia Sur de Liderazgo Cristiano, Martin Luther King era la
autoridad incuestionable. En el centro del movimiento estaba la
Iglesia negra que tenía, como señala Aldon D. Morris en su soberbio
estudio de 1984, The Origins of the Civil Rights Movement, una
división de funciones cuidadosamente establecidas, con varios
comités y grupos disciplinados. “Cada grupo tenía designada una
labor específica y coordinaba sus actividades a través de
estructuras de autoridad”, escribe Morris. “Cada uno debía
responder por sus tareas individualmente, y los conflictos
importantes eran resueltos por el ministro, que usualmente ejercía
la máxima autoridad sobre la congregación”.
Ésta
es la segunda distinción fundamental entre el activismo tradicional
y su variante online: los medios de comunicación no son
organizaciones jerárquicas. Facebook y sus similares constituyen
herramientas para construir redes, que son lo contrario, en
estructura y carácter, de las jerarquías. De modo opuesto a las
jerarquías, con sus reglas y procedimientos, las redes no son
controladas por una autoridad única. Las decisiones se toman a
través del consenso, y los lazos que unen a la gente son informales.
Esta
estructura hace a las redes sumamente elásticas y adaptables en
situaciones de bajo riesgo. Wikipedia es un ejemplo perfecto. No
tiene un editor, sentado en Nueva York, que dirija y corrija cada
entrada. El esfuerzo de articular el contenido es autoorganizado. Si
cada entrada de Wikipedia se borrase mañana, el contenido sería
rápidamente restaurado, porque eso es lo que pasa cuando una red de
miles consagra espontáneamente su tiempo a una tarea.
Hay
muchas cosas, sin embargo, que las redes no hacen bien. Las compañías
automovilísticas usan una red para organizar a sus cientos de
proveedores, pero no para diseñar los coches. Nadie cree que una
filosofía coherente del diseño sea mejor administrada por un
extenso sistema sin líderes. Como las redes no tienen una estructura
centralizada de liderazgo ni líneas claras de autoridad, enfrentan
problemas reales a la hora de alcanzar el consenso y fijar los
objetivos. No pueden pensar estratégicamente; son propensas al
conflicto y al error. ¿Cómo se pueden hacer elecciones difíciles
sobre la estrategia o la orientación filosófica cuando todas las
opiniones tienen el mismo valor?
La
Organización para la Liberación de Palestina (OLP) nació como una
red, y los expertos en relaciones internaciones de Mette
Eilstrup-Sangiovanni y Calvert Jones argumentan, en un ensayo
reciente publicado en International Security, que fue por eso que
tuvo tantos problemas al crecer. “Características estructurales
típicas de las redes –la ausencia de una autoridad central, el
desconocimiento de la autonomía de grupos rivales y la incapacidad
para mediar conflictos a través de mecanismos formales– hicieron a
la OLP excesivamente vulnerable frente a la manipulación externa y
el conflicto interno”.
En
la Alemania de los setenta, prosiguen los expertos, “los más
unificados y exitosos terroristas de extrema izquierda tendieron a
organizarse jerárquicamente, con una administración profesional y
una marcada división de tareas. Estaban concentrados geográficamente
en las universidades, donde podían establecer un liderazgo central,
confianza y camaradería, a través de reuniones habituales cara a
cara”. Rara vez traicionaron a sus camaradas durante los
interrogatorios policiales. Su contraparte de la derecha estaba
organizada como un conjunto de redes descentralizadas que carecían
de esa disciplina. Esos grupos eran infiltrados con frecuencia, y sus
miembros, una vez arrestados, entregaban sin mucha resistencia a sus
copartidarios. De manera similar, Al Qaeda era más peligrosa cuando
tenía una jerarquía unificada. Ahora que se ha difuminado en una
red, ha demostrado ser mucho menos efectiva.
Los
problemas de las redes apenas importan si no existe el proyecto de un
cambio sistemático –si tan solo se quiere asustar, humillar o
hacer ruido–. Pero si estás atacando a un sistema poderoso y
organizado necesitas tener una jerarquía. El boicot de los autobuses
en Montgomery requería la participación de decenas de miles de
personas que dependían del transporte público para ir y volver del
trabajo cada día. Tomó un año persuadir a esa gente de que
permaneciera fiel a la causa; los organizadores del boicot encargaron
a cada iglesia negra local que mantuviese la moral, y organizaron un
servicio de transporte alternativo gratuito. Incluso el Consejo de
Ciudadanos Blancos, dijo King más tarde, reconoció que el servicio
funcionó con “precisión militar”. Cuando King llegó a
Birmingham, para su enfrentamiento crucial con el comisionado de
policía Eugene “Bull” Connor, contaba con un presupuesto de
un millón de dólares y un centenar de trabajadores a tiempo
completo sobre el terreno, divididos en unidades de trabajo. La
operación misma estaba dividida en varias fases preparadas de
antemano. El apoyo se mantenía a través de reuniones consecutivas
en masa, rotando de iglesia en iglesia a través de la ciudad.
Boicots,
sentadas y enfrentamientos no violentos –las armas que escogió el
Movimiento por los Derechos Civiles– son estrategias de alto
riesgo. Dejan poco espacio para el error. En el momento en que un
solo manifestante se desvía del guión y responde a la provocación,
la legitimidad moral de toda la protesta queda comprometida. Los
entusiastas de las redes sociales nos querrán hacer creer que el
trabajo de King en Birmingham habría sido muchísimo más fácil si
se hubiera podido comunicar con sus seguidores a través de Facebook,
y se hubiera contentado con tuitear desde una cárcel de Birmingham.
Pero las redes son confusas: piensen en lo constante e incesante de
la corrección y la revisión, las enmiendas y el debate, que
caracterizan a la Wikipedia. Si Martin Luther King hubiera intentado
un wikiboicot en Montgomery, habría sido arrollado por las
estructuras blancas de poder. ¿Y para qué hubiera servido una
herramienta de comunicación digital en una ciudad en la que el 98%
de la comunidad negra estaba todos los domingos por la mañana en la
iglesia? Lo que King necesitaba en Birmingham –disciplina y
estrategia– eran cosas que las redes sociales no podían darle.
La
biblia del movimiento de las redes sociales es Here Comes Everybody,
de Clay Shirky, profesor en la Universidad de Nueva York, un libro
pensado para demostrar el poder organizativo de internet. Comienza
con la historia de Evan, quien trabajaba en Wall Street, y su amiga
Ivanna, después de que ésta dejase su celular, un caro Sidekick, en
el asiento trasero de un taxi de Nueva York. La compañía telefónica
transfirió los datos del teléfono perdido de Ivanna a un nuevo
teléfono, con lo cual ella y Evan descubrieron que el Sidekick
estaba ahora en manos de una adolescente de Queens, que lo usaba para
tomarse fotos con sus amigos.
Cuando
Evan mandó un email a la adolescente, llamada Sasha, pidiendo que le
devolviera el teléfono, ella contestó que su “culo blanco” no
merecía tenerlo de vuelta. Molesto, él creó una página web con la
foto de Sasha y una descripción de lo que había sucedido. Mandó el
link a sus amigos, y éstos se lo mandaron a sus amigos. Alguien
encontró el MySpace del novio de Sasha y llegó hasta el sitio por
un vínculo en la página. Alguien encontró su dirección en línea
y mientras conducía grabó un video de su casa: Evan colocó el
video en el sitio. La historia fue seleccionada por el filtro de
noticias Digg. Evan recibía ahora diez emails por minuto. Creó un
tablero de anuncios para que sus lectores compartiesen sus historias,
pero éste se hundió por la cantidad abrumadora de respuestas. Evan
e Ivanna acudieron a la policía, pero la policía archivó el
informe como “perdido” y no como “robado”, con lo cual, en
esencia, daba el caso por cerrado. “En aquel momento millones de
lectores estaban mirando –escribe Shirky– y docenas de medios de
prensa masiva habían cubierto la historia”. Cediendo ante la
presión, la policía de Nueva York reclasificó el objeto como
“robado”, Sasha fue detenida y Evan consiguió de vuelta el
Sidekick de su amiga.
El
argumento de Shirky es que éste es el tipo de cosas que nunca
hubiera sucedido antes de la era de internet –y tiene razón. La
historia del Sidekick nunca hubiera recibido publicidad. Un ejército
de gente nunca se habría reunido para combatir en esta lucha. La
policía no hubiera cedido ante la presión de una sola persona que
reclamaba algo tan trivial como un teléfono móvil. La historia,
según Shirky, ilustra la “facilidad y velocidad con que un grupo
puede movilizarse por la causa justa” en la era de internet.
Shirky
considera este modelo de activismo como un avance. Pero es
simplemente una forma de organizarse que favorece los lazos
informales a través de los que accedemos a la información, en
contraposición a los lazos fuertes que nos ayudan a perseverar
frente al peligro. Desvía nuestras energías de organizaciones que
promueven cambios estratégicos y actividad disciplinada, hacia
aquellos que promueven elasticidad y adaptabilidad. Hace más fácil
que los activistas se expresen y más difícil que esa expresión
tenga cualquier tipo de impacto. Las herramientas de comunicación
social sirven para hacer que el orden social existente sea más
eficiente. Si opinas que todo lo que el mundo necesita son algunos
retoques en los bordes, esto no deberá preocuparte. Pero si piensas
que siguen existiendo barras en los cafés que necesiten acabar con
la discriminación, eso debería darte que pensar.
Shirky
acaba la historia del Sidekick preguntando: “¿Ahora qué pasará?”,
imaginando, sin duda, futuras olas de protestas digitales. Pero ya ha
contestado la pregunta. Lo que pasa después es más de lo mismo. Un
mundo de conexiones débiles sirve para que los ejecutivos de Wall
Street recuperen sus celulares de las manos de muchachitas
adolescentes. ¡Viva la revolución!