miércoles, 12 de junio de 2019

EL CABALLERO, LA MUERTE Y EL DIABLO (dos poemas de Jorge Luis Borgés)

I

Bajo el yelmo quimérico el severo
perfil es cruel como la cruel espada
que aguarda. Por la selva despojada
cabalga imperturbable el caballero.

Torpe y furtiva, la caterva obscena
lo ha cercado: el Demonio de serviles
ojos, los laberínticos reptiles
y el blanco anciano del reloj de arena.

Caballero de hierro, quien te mira
sabe que en ti no mora la mentira
ni el pálido temor. Tu dura suerte

es mandar y ultrajar. Eres valiente
y no serás indigno ciertamente,
alemán, del Demonio y de la Muerte.



II

Los caminos son dos. El de aquel hombre
de hierro y de soberbia, y que cabalga,
firme en su fe, por la dudosa selva
del mundo, entre las befas y la danza
inmóvil del Demonio y de la Muerte,
y el otro, el breve, el mío. ¿En qué borrada
noche o mañana antigua descubrieron
mis ojos la fantástica epopeya,
el perdurable sueño de Durero,
el héroe y la caterva de sus sombras
que me buscan, me acechan y me encuentran?
A mí, no al paladín, exhorta el blanco
anciano coronado de sinuosas
serpientes. La clepsidra sucesiva
mide mi tiempo, no su eterno ahora.
Yo seré la ceniza y la tiniebla;
yo, que partí después, habré alcanzado
mi término mortal; tú, que no eres,
tú, caballero de la recta espada
y de la selva rígida, tu paso
proseguirás mientras los hombres duren.
Imperturbable, imaginario, eterno.



En Elogio de la sombra (1969)

domingo, 17 de marzo de 2019

APRENDER A MORIR. Una conversación con Ernst von Salomon

Las páginas siguientes han salido de una importante conversación de varias horas, concedida a Jean-Jose Marchand, el 1 y 2 de julio de 1972—por Ernst v.Salomon poco antes de morir. Este texto fue publicado previamente en el Nº 4-5 de la revista Exil en 1975 y en fecha más cercana en la revista Eurasia, diciembre de 2006. Esta es su primera traducción al castellano.
El joven Cadete
A los once años abandonó usted su familia para entrar en un pensionado. Háblenos de esa experiencia.
Vivíamos en Franckfurt donde mi padre era funcionario de la policía. Fui a una Musterschule, disculpe la expresión, que significa «escuela muy privilegiada», después al Liceo Lessing, muy exclusivo. Pero no me distinguí particularmente y mi padre me inscribió en el Kadettenkorps—los Cadetes Reales de Prusia, primero en Karlsruhe. Por decirlo así no volví a tener más contacto con mi familia. Yo era «cadete», descubrí una nueva patria, un mundo nuevo.

Un mundo muy duro. La educación en el Kadettenkorps, tenía un objetivo preciso, como ya conté en mi libro Los cadetes. Nuestra primera lección nos fue dada por un teniente: «Señores»—porque a los diez años ya nos hablaban de usted... «Señores están aquí para aprender a morir».

Esto me gustó mucho: encontraba que era algo mágnifico: las virtudes que me fueron enseñadas eran las más fuertes que podían surgir de la idea de nación: determinaron toda mi existencia. Soy un cadete, con una formación de cadete—aunque debo confesar que no me gustaba serlo. Esa educación me marcó, más allá de las ideas políticas o nacionales. La palabra Prusia encerraba para mi una patria, no debido al azar biológico de mi nacimiento, sino como noción espiritual. No encuentro en ningún otro Estado una idea nacional como la que se vivía entonces en Prusia. Cuando digo que soy prusiano, no quiero decir que Prusia podría renacer bajo su forma anterior—eso está muerto— o que pueda ser reconstruida, o que exista una capa social lo suficientemente importante como para resucitar a Prusia. No. Ha existido como ejemplo, espiritual, el espíritu prusiano. Cuidado: no existe filosofía prusiana, conceptos prusianos. Existe una actitud prusiana. He estudiado mucho a Bismarck, que es considerado como el protoripo del prusiano. Pero no encontraréis la palabra Hegel, ni en sus libros, ni en sus discursos, ni en sus cartas. Ahora todo el mundo dice que Hegel es el inventor, el filósofo, de la idea nacional prusiana. Bismarck hizo sus estudios en Gotinga, en el momento en que Hegel, el gran filósofo de la prusianidad enseñaba en Berlin, Hegel, famoso en el mundo entero y que biológicamente tampoco era prusiano sino Suavo. Pero es la vida de Bismarck la que demuestra, si puedo emplear ese término, lo que quiero decir. Vivía de la experiencia, de la actitud, de la tradición prusiana.

Su edad no nos permite participar en la primera guerra mundial. ¿Podría hablarnos de ese periodo?
Ah sí, ya ve, esto se relaciona estechamente. Cuando la guerra llegó a su fin, no tenía ni un sólo deseo: participar. Era demasiado joven, yo no podía. En aquel momento, en el Kadettenkorps, rezábamos para que la guerra continuase para poder ir; es el verdadero espíritu de cuerpo; en el prólogo de mi libro Los Cadetes, he escrito que honro a los Cadetes de Saumur que atacaron a los carros de combate alemanes en uniforme de gala; eso significaba, según yo, que el espíritu de cuerpo estaba vivo entre ellos, incluso si no eran prusianos, incluso si eran franceses. Me gustaría decir que, para mi, Clemenceau, de Gaulle, como personajes, como políticos, como estadistas, son prusianos franceses. Es un poco exagerado, pero como comprenderéis. Ese espíritu me llevó directo, cuando llegó la derrota, en 1918, al Freikorps, los Cuerpos Francos. Me uní a los soldados y rápidamente esos soldados, en medio de la revolución, se convirtieron en los soldados del Estado. Era el Estado lo que importaba. Naturalmente, era monárquico. Pero al mismo tiempo que éramos monárquicos, nos hacía falta ser más firmes que el monarca, que había huido. En consecuencia permanecimos, pero no teníamos nada que ver con los objetivos políticos a los que servíamos.

Era la «revolución». En Alemania no teníamos una Revolución sino una guerra civil latente, a lo largo de los años veinte; el proletariado que combatió verdaderamente en la calle; pero la burguesía se hizo defender por los Cuerpos Francos que, en el fondo no tenían nada que ver con la burguesía, estando en las fronteras y en el interior, al servicio del Estado.

En 1920—tiene usted dieciocho años—estalla el Putsch de Kapp y Lütwittzi. En algunas ocasiones ha saludado usted ese suceso como un acto positivo, destinado a restaurar el orden. Algunas veces lo ha hecho con escepticismo ¿Qué piensa hoy?
Eso también salió del espíritu del Freikorps, que me gustaría señalar como espíritu prusiano.
Era algo muy extraño, Presentia una revolución que se acercaba. Una revolución comienza por la revuelta de las ideas y acaba en las barricadas. Y nosotros, con la locura de la historia, nos subimos a todas las barricadas, pero no habíamos precisado nuestras propias ideas. Hubo que repensarlo todo: el concepto del Estado, el concepto de nación, todo aquello que hasta entonces había servido de base para el pensamiento político.

Fue la única bendición de los años veinte, los «felices veinte» como a veces se los llama, esos años veinte que considerados desde un punto de vista histórico, fueron años atroces: una tentativa de renovación grandiosa, una tentativa que ahogó las verdaderas formas de democracia; porque quiero insistir sobre esto; hasta nuestros días, la democracia no ha sido conocida por nosotros, los alemanes, nos ha sido impuesta después de que perdiésemos la guerra, y no bajo las formas en que hubiéramos podido crearlas nosotros mismos. Y aún es así.

Participé en todos los Putschs, Participé en el de Kapp en 1920, en la formación de la Brigada Ehrhardtii, pero ese putsch debía fracasar y para mi es bueno que fracasase, porque estaban ausentes las condiciones que hubieran podido, en aquel momento, colocar el poder entre las manos de los nacionalistas alemanes; y el poder, no hubieran podido utilizarlo correctamente. Desde que comprendí que no existían las condiciones espirituales para mi voluntad política dejé de lanzarme a la acción. Yo era muy joven. Tenía sólo diecinueve años cuando me encontré implicado en el suceso que determinó toda mi existencia de una forma muy distinta a como me lo había imaginado.

Fui a unirme a una pequeña tropa—Goethe dice que siempre ha que escoger la tropa más pequeño; había escogido la más pequeña y activa, la del Capitan Erhardt cuando hizo su intentona. El putsch había fracasado. Habíamos luchado en la Alta Silesia y en las fronteras, como formación de autodefensa. Participé también en acciones contra los separatistas renanos; después entré en los ambientes de la Liga, y allí éramos tan sólo unos pocos, una treintena, los más activos de los cuerpos francos, de la Brigada de Voluntarios Erhardt.

El verdadero cerebro del movimiento era un joven de veinticuatro años, Erwin Kern—era de nuevo el destino, puesto que en el Kadettenkorps me habían dicho: «Habéis venido para aprender a morir» —Kern partía del punto de vista: «No nos pegamos un tiro en la cabeza cuando perdimos la guerra así que hemos violado nuestro juramente a la bandera; en el fondo estamos ya muertos». Esa era, tengo que decirlo, la consigna de los anarquistas. Me convertí en autor de atentados, con la voluntad, la conciencia de que eso significaría mi muerte.

En esa época comprendí el principio de la «tropa perdida» de la Edad Media. Cuando dos ejércitos se acercaba, formaban dos masas llevando picas, entre las dos se situaba la «tropa perdida». Gente que no llevaba sino una larga espada que llevaban a dos manos, que sólo podían empuñar a dos manos. Llegaban, precipitándose sobre la masa enemiga, para abrir una brecha. Si de entrada no lo lograban, eran atravesados por las lanzas. Ese concepto romántico, adquirido en lecturas, pero que se correspondía a mi educación, me llevó a Kern.

Hasta aquel momento, la OC no existía. La policía prusiana sabía que el capitan Erhardt continuaba su agitación en Baviera y que operaba bajo el nombre de un Consul. La policía llamó a eso Operación Consul. Cuando nos enteramos, nos gustó mucho, porque esa fórmula mágica, inventada por la policía, nos abría todas las puertas. No teniamos nada más que decor: «Órdenes del Jefe. Operación Consul». Consiguiamos todo lo que queríamos. Recibimos coches, armas. Queríamos liquidar a todos los políticos lo que existían en Alemania favorables a la política «realista». Queríamos matarlos uno trás de otro, hasta que el pueblo se despertase.

Era, de nuevo, una idea errónea de la revolución.
Por ejemplo, cuando matamos al Ministro Rathenau—era el más importante de todos—el pueblo se alzó, pero contra nosotros. A pesar de la gran ola nacionalista. Una hora después del atentado yo ya sabía que nos habíamos equivocado, que de nuevo habíamos fracasado completamente. Supe también que a lo largo de toda mi vida permanecería bajo la sombra de aquel asunto: sin embargo sentía que, cuando uno se encuentra en la sombra, no puede escapar sino proyectando su propia luz.

En efecto, el capitan Erhardt, jefe de la Organización Consul, fue condenado por el asesinato de Rathenau—que por otra parte no aprobó Ernst Jünger.
Rathenau fue asesinado a su regreso de Rapallo, es decir en el momento en que acababa de inauguerar la politica de aproximación a Rusia, y muchos conservadores eran favorables a esa política de acercamiento con Rusia. ¿Querría explicarnos esa compleja situación?
Sí. Tenía, naturalmente, la opinión del chico de diecinueve años que era entonces, sin una visión de conjunto. Rathenau volvía—no de Rapallo sino de Ginebra—de concluir con Occidente, sobre todo con Lloyd George, un arreglo razonable de las reparaciones de guerra demasiado pesadas, inflingidas a Alemania. Es Poincaire, que por así decirlo, empujó a Rathenau a ponerse de acuerdo con los rusos, para asegurarse una contrapartida frene a las exigencias francesas. Se puso tambien en contacto con Lloyd George. Pero la politica francesa hizo temer que el acuerdo entre rusos y alemanes inaugurase una alianza futura que tendría por objetivo chantajear a Francia, es decir a Occidente—lo que no era parte de las intencions de Rathenau. Como usted sabe, incluso recientemente, el Canciller Adenauer no quería no oir hablar de Rathenau debido a Rapallo. Decía: «Nunca más Rapallo, ninguna alianza con los rusos, eso nos aleja de Occidente».

Nosotros, los jóvenes, habíamos llegado en pleno crecimiento en medio de esas complicadas circunstancias y dijimos: «No queremos pagar nada». Ese fue el lado pasional de aquel asunto. El error, es que pensábamos que podríamos realizar una revolución. Aquella revolución no tuvo lugar. Es cierto que algunos grupos políticos, ya en aquel momento, llevaban una política personal. No hablo de los nacionalsocialistas, hablo del ejército, de la Reichswehr. Quiero decir que en aquella época el Abwher, [El general] von Seeckt, mantenían importantes contactos con los rusos, los aviadores alemanes eran formados en Rusia, tropas armadas alemanas también. En un momento dado, Rathenau debió reconocer que su política de Rapallo no era aceptable para los franceses. En aquel instante, en aquel momento histórico, llegamos sin saber nada de eso, disparamos. Esa es nuestra culpa; pusimos fin a la posibilidad de una política que era absolutamente adecuada y que nos hubiera podido hacer progresar políticamente.

Un hombre como el capitan Erhardt lo había comprendido; aquel hombre no era aquello por lo que lo hacíamos pasar, es decir un combatiente activo. Ciertamente era un hombre de acción; y los jóvenes que lo seguían eran hombres de acción; y cuando esos hombres se pasaban de la raya—eso le honra—se colocaba delane suyo y les servía de escudo. El capitan Erhardt ha muerto recientemente, a la edad de noventa años y, hasta el final, los dos permanecimos bastante alejados el uno del otro, ya que yo era el otro, ya que yo era uno de esos jóvenes que habían sido protegidos por él sin que hubiera podido convertirnos a su política. Creo que lo rompieron por culpa nuestra, al capitan. Su concepto era mucho más simple, dirigida contra la derecha burguesa; estábamos contra la burguesía, estábamos a favor de la aventura, a favor de la revolución, una revolución dirigida contra la burguesía.

En su obra, no hay ni una frase antisemita y su compañera ha sido por largo tiempo una judía. ¿Pero cómo era tan fuerte el antisemitismo en Alemania en aquel momento?
No había antisemitismo en Prusia. Nunca hubo guettos en Prusia.
Durante una reunión de la Dieta, el siglo pasado, se planteó la cuestión judía: «¿Por qué no puede un judío convertirse en oficial o funcionario en Prusia?» Y Bismarck, como diputado conservador, contestó atribuyéndolo todo a la religión: «Cuando un judío practicante se convierte en funcionario, o en oficial, se encuentra necesariamente en conflicto con su conciencia por el simple hecho de que los judíos respetan el Sabbath y no pueden hacer nada durante sus días feriados, eso crea crea una conflicto con su concueencia».

Ahora bien, Rathenau nunca perteneció a ninguna comunidad judía. Mucha gente ignoraba incluso que fuera judío. En sus obras, habla de «hordas asiáticas en tierras brandemburguesas». Era coracero, y cuando, como coracero, quiso hacerse oficial de su regimiento, no pudo conseguirlo. Le dijeron: «Primero hay que cambiar de religión». Entonces Rathenau dijo que no, porque no podía pagar ese precio. No porque profesase el judaísmo, sino porque consideraba falsa esa forma de plantear el problema.

Pero habían también en Prusia provincias que eran católicas. Allí sí habian habido ghettos, y alló los judíos debieron luchar por su libertad.

La marcha de la brigada Erhardt comenzaba con estas palabras: «Cruz gamada en el caso ce acero». ¿Pero que significaba la cruz gamada para aquellos jóvenes?
La cruz de ganchos (Hakenkreutz), se habla de rueda solar o de otras cosas así. Pero el gancho representa la duda, una duda contra la cruz, porque la cruz es un emblema universalista, el de una religión destinada a todos los pueblos. Siempre hay algo de pagano en la cruz gamada.

En Francia sólo en el País Vasco se encuentra también la cruz gamada, por otra parte invertida. Un frances nos ilustra al respecto: Gobineau, con su teoría de las razas ha interpretado un papel importante en la literatura alemana y los los nacionalsocialistas se inspiraron en él; literariamente se ha invocado la pureza de la raza, aunque pocos pueblos esten más mezclados que el alemán. Pero para nosotros lo que expresaba la Cruz Gamada era un deseo de unidad. Por otra parte, ese emblema no era único llevado por la Brigada Erhardt, algunos preferían la calavera. Es una idea curiosa sentirse ligado así a la muerte. Ya lo había constatado Clemenceau, cuando dijo: «Los alemanes aman la muerte. Esto les diferencia de otros pueblos». Esto se aplica a los prusianos y no a otros alemanes. Aman la muerte.

Después del asesinato va usted a Munich, junto al capitan Erhardt. Quisiera que nos hablase de la personalidad de Erhardt.
Era entonces mi capitán. Era el comandante de la unidad en que estaba y lo conocía. Era oficial de marina. Su padre era pastor en Lörch y la familia venía de Suiza. No era prusiano. En la marina alemana, había muchos alemanes del Sur.

Erhardt no era un político destacable. Era un soldado honesto y protegía a sus hombres. Buscaba reúnir todas las organizaciones nacionales. Ahora bien, entre esas organizaciones, había un pequeño partido—siete hombres, con uno a la cabeza que sabía hablar. Eso, ninguno de los viejos oficiales, ninguno de nosotros, sabía haerlo. Es así como Hitler fue contratado por el Bloque Nacional, como nos denominábamos, como orador. Es como orador que Hitler logró ser influyente, como se apropió de todas las ideas que se le llevaban, que las probó, reteniendo todo aquello que podría atraer a las masas.

Constatemos que Hitler siempre indicó como profesión: escritor, pero siempre declaró en sus discursos que los grandes revolucionarios de la historia mundial no eran nunca escritores, sino siempre oradores. Ahí tenía razón. Es un hecho cierto que los grandes héroes populares no era intelectuales sino oradores. Ahora bien, nosotros, al contrario que Hitler, estábamos por el Estado y no por el Pueblo. Es tal vez en ese punto que la divergencia de nuestro pensamiento, en el seno del nacionalismo alemán, fue más reveladora.

Los proscritos fueron un éxito mundial y quisiera plantearle dos cuestiones al respecto. Primera pregunta: las razones de ese éxito en Alemania en el plano literario, e la medida en que marcaba definitivamente un retorno a la objetividad contra el expresionismo (en su manera de tratar la prosa alemana). Segunda cuestión: su contenido.
Durante mi proceso, veía al tribunal como un conjunto que funcionaba maravillosamente pero que no me preocupaba. Mi proceso era interior, mi experiencia del asunto; los hechos evocados por el tribunal no tenían nada que ver con mi acto. Tenía el sentimiento de que debía operar una síntesis a partir de esa esquizofrenía de los hechos, del proceso y de la experiencia interior del acusado. En prisión, recapitulé e intenté contar esa historia. Esa forma de escribir fue tomada como nueva porque yo había «descubierto»—si oso apropiarme de una expresión que es, creo, de Le Corbusier—la «novela documental». Evidentemente, esa expresión es inexacta. Mi libro no es un informe sobre las cosas vividas, sino una tentativa de enfrentarme las experiencias interiores con las experiencias exteriores. Ahora bien la objetividad no puede hacerlo. El expresionismo tampoco pudo hacerlo, no era sino éxtasis, no se enfrentaba a la dura verdad de los hechos. En mi relato los hechos eran vividos y el éxtasis debía inflamarse a su contacto.

Siempre ha sido así, en todos mis libros anteiores. Así que en El cuestionario donde empleé simples preguntas objetivas, entremezcladas, para contar el proceso vivido, para desarrollar el hilo conductor de los hechos con todo aquello que conlleva.

Después de la primera guerra mundial, en los años veinte, los «felices veinte», alguna cosa surgió que no existía después de la Segunda Guerra Mundial: una formidable literatura de guerra. Todos aquellos que se habían visto implicados escribían sobre la guerra. Uno de los mejores fue Ernst Jünger. Había participado de la guerra como oficial de las trincheras, como teniente subordinado, después escribió un libro que, para mi, es todavía hoy la obra más auténtica sobre la primera guerra mundial. Ya que aquel que desee saber que es una zapa, lo encontrará en su libro; el que queira saber como se desarrolló, con detalle, lo encontrará; pero hizo algo más, lo que nadie más hizo, se planteó la pregunta: «¿Cúal es el sentido de esta guerra?» Era la primera vez que el hombre a través de la persona del guerrero, se enfrentaba a la materia. La materia era, o podía ser, más fuerte, pero no para el individuo. Para el individuo lo que contaba era probarse ante la materia y eso, para mi, es la llegada de una nueva era, de una nueva era histórica. Por vez primera, las cosas se emancipan, la materia se enfrenta al hombre. Yo tambiñen, durante mi primera detención, y más tarde, durante mi segunda detención en Moabit, me planteé la cuestión en cuando al sentido de mi acción. Es esa cuestión la que me llevó hasta Ernst Jünger.

Fundamos entonces, intentamos escribir una nueva enciclopeía, porque continuaba mis actividades revolucionarias... Me tomana por un revolucionario. Decía: lo que quiero ahora, es la revolución espiritual. ¿Dónde comenzar? Los franceses nos lo enseñaron: escribir una nueva enciclopedía, revisar todos los conceptos. Lo hicimos. Y los jóvenes escritores salieron en la derecha, lo que sorprendió entonces a todo el mundo. Hasta entonces era la frase de Thomas Mann, repetida por todos los hombres de letras, la que contaba: «A la derecha no hay espíritu. El espíritu no está en la derecha, está en la izquierda».

Yo me decía: «Derecha o izquierda, eso no me concierne». ¿Qué me importa el parlamentarismo? Eso le importa a los que se sientan en el parlamento. Lo que me interesa se encuentra en el conservadurismo: el espíritu de cuerpo». De golpe pensabamos reconocer el Estado en su elemento inicial, en el espíritu de orden. Habían asociaciones que llevaban por nombre el de Orden de los jóvenes Alemanes. La Orden como célula inicial del Estado, eso es lo que buscábamos. Lo encontramos. Pero cuando lo expresamos no supieron comprendernos, ya que mientras una gran ola había caído sobre nosotros, la del nacionalsocialismo que no aceptaba nuestros temas. Nos planteabamos como nuevo principio: ¿qué es el Estado?, ¿qué es la nación?, ¿qué es el pueblo? Y de pronto nuestras respuestas sonaron en todas calles, en la radio, en todas partes, pero el nacionalsocialismo empleó nuestros conceptos al revés. Desde el punto de vista intelectual era a la vez Dios y Diablo. La falsificación de todas nuestas ideas. No podíamos aliarnos con él; tal vez eramos los ńicos que no podían aceptar un compromiso con ñel, con Hitler, con lo que aportó.

Lo hemos explicado, eso fue claramente comprendido. Mientras Jünger eramos ya tan conocidos en el mundo que no podían correr el riesgo de tomar medidas contra nosotros.
Eran grandes palabras. Era como un Dios y todo era perfecto. Pero para nostros era el Diablo, el Gran Inquisidor de Dostoievski.
Toda la literatura de Hitler, toda su teoría, su Rosenberg con su libro, su cosmovisión del mundo no era real. Había buscado en todas las estanterías lo que le parecía eficaz para el momento, lpara presentarlo como visión central del mundo nacionalsocialista. No existía visión del mundo nacionalsocialistas, no existía filosofía nacionalsocialista. Era un conbglomerado de las opiniones más absurdas.
No puede usted imaginarselo: no sabia nada de Hegel, no sabia nada de nada, nada.


Notas
i El Putsch de Kapp fue el último gran intento militar de la extrema derecha nacionalista y monárquica de derrocar la recien creada república alemana. Toma su nombre del Consejero de Estado Wolfgang Kapp, dirigente de la Nationale Vereinung y del Deutschenationale Volsparteit.
ii Marinebrigade Erhardt, que tuvo por primer nombre el de II Marinebrigade  Wilhelmshaven, fue un Freikorps creado en 1919 por el capitán de corbeta Hermann Ehrhardt (1881-1971). Combatió en Berlín, Alta Silesia, el Báltico. Su intento de disolución fue el motivo inicial del llamado Putsch de Kapp.

lunes, 7 de enero de 2019

EL BUSHIDO


PREÁMBULO DEL GENERAL MILLÁN – ASTRAY
Es muy interesante y muy ameno libro El, BUSHIDO, de Inazo Nitobe, profesor de la Universidad Imperial de Tokio, miembro de la Academia Imperial del Japón; es bellísimo estudio del alma heroica del japonés. El Bushido es el código de moral ascética de los Samuráis antiguos guerreros medioevales; su origen es antiquísimo, quizá de hace varios miles de años. Se ajusta a las virtudes del alma japonesa: caballerosa, guerrera, sencilla, de culto profundo a los antepasados y veneración religiosa a su Emperador, que representa para ellos a Dios y a la Patria.
El Cristianismo se conoció en el Japón en el siglo XVI. Los principios de la moral cristiana no están en pugna, ni mucho menos, con el Bushido, que es anterior a Jesucristo.
El Bushido se inspira en reglas de la mas pura moral e iguala en su práctica, como el Cristianismo, a todos los hombres, sin separaciones ni privilegios de castas ni edades.
Los cuatro principios fundamentales del Bushido son:
NO DEJARSE SOBREPASAR POR NADIE EN SUS IDEALES.
SERVIR AL, JEFE SUPREMO.
SER FIEL A LOS PADRES.
SER PIADOSOS Y SACRIFICARSE EN BIEN DE LOS DEMÁS.
Los cuatro votos que impone el Bushido SON:
LA MUERTE LA FIDELIDAD LA DIGNIDAD Y LA PRUDENCIA
Las pestes del Bushido son:
EL SUEÑO, LA DISIPACIÓN, LA SENSUALIDAD y LA AVARICIA.
El camino del Bushido o la Vía de los Caballeros es:
CULTO Al HONOR, CULTO AL VALOR, CULTO A LA CORTESÍA, CULTO A LA PATRIA, representada por el Emperador.
Traduzco el Bushido limitándome a poner en castellano la edición francesa. Es homenaje de antigua gratitud a que un ejemplar de este libro me fué dedicado por el Representante del Japón en España, y porque estoy profundamente convencido de que el Bushido es, como camino, vía o regla de conducta de los caballeros, un perfecto credo.
Es interesantísimo y muy provechoso libro para las juventudes de un pueblo que después de larga época de decadencia renace y quiere ser esplendorosamente grande y libre, Es eminentemente espiritualista y desprecia el materialismo grosero y sensual.
En el Bushido inspiré gran parte de mis enseñanzas morales a los cadetes de Infantería en el Alcázar de Toledo, cuando tuve el honor de ser maestro de ellos en los años de 1911-1912. Y también en el Bushido apoyé el credo de la Legión, con su espíritu legionario de combate y muerte, de disciplina y compañerismo, de amistad, de sufrimiento y dureza, de acudir al fuego. El legionario español es también samurai y practica las esencias del Bushido: Honor, Valor, Lealtad, Generosidad y Espíritu de sacrificio. El legionario español ama el peligro y desprecia las riquezas.
Asimismo, en las normas difundidas, en mi ya larga vida, de moral militar y patriótica, las basé en las sabias Ordenanzas militares de Carlos III y las que emanan, como ellas mismas, del acervo de nuestra excelsa historia militar, añadiendo en parte las normas del Bushido, que transmite sus reglas por la leyenda y ordena cómo el caballero ha de vivir dentro del camino recto e invariable del honor, el valor, la cortesía, el culto a Dios y a la Patria y el espíritu de sacrificio. ¡Y es tan patriótico y espiritual, tan arrogante, tan bello, tan apartado del materialismo, del egoísmo, de las ruindades, de las cobardías, de las vilezas, de la ambición y de la envidia–ese ruin veneno que todo lo corrompe, que todo lo mancha, que todo lo entorpece—, que en él se ve el camino del soldado caballero! ¡Y canta con tanto esplendor y con tanta sublimidad el espíritu de sacrificio, que, con el Bushido, se confunden las normas de nuestra Moral cristiana! Ha de tenerse en cuenta que Inazo Nitobe, el autor del libro que traducimos, es cristiano.
El japonés fué siempre caballeroso, militar y guerrero. Vivía tranquilo, atrasado, ignorante, sin fuerzas militares debidamente organizadas para luchar contra el enemigo exterior. Un triste olía sufrió una afrenta que le infligió el extranjero. En lo intimo de su alma nacional reconoció su debilidad militar, que exasperó su espíritu guerrero ancestral, y desde aquel momento decidió emprender un camino de marcha difícil y penosa, de trabajo y de sacrificio, para llegar a ser un pueblo fuerte y, por lo tanto, virtuoso y guerrero. Era el año de 1855, y estamos en el año 1941. Todos sabemos dónde está hoy el Japón, con su fuerza y su pujanza y el papel preeminente e importante que ocupa hoy en el mundo. Pues todo eso es principalmente debido a la práctica del Bushido o Camino de los Caballeros.
Es el Japón un alto y deslumbrante ejemplo de camino a seguir por el pueblo, que, atesorando en su alma las condiciones más puras de la religión cristiana y de la caballerosidad y el valor heroico, hubo de caer en el envilecimiento por olvido de esas virtudes, y dejándose seducir por el materialismo recibió la afrenta y el pisoteo del enemigo, y que desde aquel momento quiere renacer y renace para ocupar el puesto que la voluntad de Dios, sus propios méritos y virtudes y su historia le conceden, utilizando para llegar a ello el camino de la moral cristiana, del honor, del valor y, principalmente, el del sacrificio—que es opuesto al del beneficio personal—, ya que sin sacrificio no puede haber ni honor, ni valor, ni Religión, y por lo tanto, ninguna clase de adelantos, ni menos de grandezas.
No os cansa más el traductor. Este saludo de proemio no es más que una cortesía en reverencia al Japón caballeroso, a Inazo Nitobe, el autor de tan bellísimo libro, y a vosotros, los que vais a leerlo, traducido a la lengua de Cervantes por vuestro servidor.
José MILLÁN -ASTRAY

sábado, 20 de octubre de 2018

Patriotismo



[Cuento - Texto completo.]

Yukio Mishima


I
El veintiocho de febrero de 1936, al tercer día del incidente del 26 de febrero, el teniente Shinji Takeyama, del batallón de transportes, profundamente perturbado al saber que sus colegas más cercanos estaban en connivencia con los amotinados, e indignado ante la inminente perspectiva del ataque de las tropas imperiales contra tropas imperiales, tomó su espada de oficial y ceremoniosamente se vació las entrañas en la habitación de ocho tatami de su residencia privada en la sexta manzana de Aoba-cho, en el distrito Yotsuya. Su esposa, Reiko, lo siguió clavándose un puñal hasta morir.
La nota de despedida del teniente consistía en una sola frase: “¡Vivan las Fuerzas Imperiales!” La de su esposa, luego de implorar el perdón de sus padres por precederlos en el camino a la tumba, concluía: “Ha llegado el día para la mujer de un soldado”. Los últimos momentos de esta heroica y abnegada pareja hubieran hecho llorar a los dioses. Es menester destacar que la edad del teniente era de treinta y un años; la de su esposa, veintitrés.
Hacía sólo dieciocho meses que se habían casado.
II
La foto, ligeramente posterior en el tiempo a esta narración, se corresponde
a la boda del teniente Genjirou Inui, veterano de guerra, y es empleada desde el 
respeto, en la esperanza de que sus descendientes no se vean ofendidos..
Los que contemplaron el retrato conmemorativo del novio y de la novia no dejaron de admirar, quizás tanto como quienes habían asistido a la boda, el elegante porte de la pareja.
El teniente, de pie junto a su esposa, estaba majestuoso en su uniforme militar. Su mano derecha descansaba sobre el puño de la espada y con la izquierda sostenía la gorra de oficial. Su expresión severa traducía claramente la integridad de su juventud.
En cuanto a la belleza de la novia, envuelta en sus blancas vestiduras, sería difícil encontrar las palabras adecuadas para describirla.Había sensualidad y refinamiento en sus ojos, en las finas cejas y en los labios llenos. Una mano, tímidamente asomada a la manga del vestido, sostenía un abanico, y las puntas de los dedos, agrupados delicadamente, eran como el capullo de una flor de luna.
Luego de consumado el suicidio, muchos tomaron la fotografía y se entregaron a tristes reflexiones acerca de las maldiciones que suelen recaer sobre las uniones sin tacha. Quizás fuera sólo efecto de la imaginación, pero, al observar el retrato, parecía casi que los dos jóvenes, ante el biombo dorado, contemplaran, con absoluta claridad, la muerte que los aguardaba.
Gracias a los buenos oficios de su mediador, el teniente general Ozeki, habían podido instalarse en su nuevo hogar de Aoba-cho, en Yotsuya.En realidad aquel nuevo hogar no era sino una vieja casona alquilada, de tres dormitorios y con un pequeño jardín detrás.Utilizaban la habitación del piso superior, de ocho tatami, como dormitorio y habitación de huésped, pues el resto de la casa no recibía la luz del sol.
No tenían sirvientes y Reiko cuidaba del hogar en ausencia de su marido.
El viaje de boda quedó postergado por coincidir con una época de emergencia nacional. El teniente y su esposa pasaron la primera noche de casados en la vieja casa. Muy tieso, sentado sobre el piso y con su espada frente a él, Shinji había hecho escuchar a su esposa un discurso de corte militar antes de llevarla al lecho nupcial. Una mujer que contraía matrimonio con un soldado debía saber y aceptar sin vacilaciones el hecho de que la muerte de su marido podría llegar en cualquier momento. Quizás al día siguiente. No importaba cuándo.¿Estaba ella conforme con aceptarlo? Reiko se puso de pie y, abriendo la vitrina, tomó de ella su más preciado bien, un puñal regalado por su madre.Se comprendieron perfectamente sin necesidad de palabras y el teniente no puso nunca más a prueba la resolución de su mujer.
Durante los primeros meses que siguieron a la boda, la belleza de Reiko se hizo cada día más radiante.Brillaba, serena, como la luna después de la lluvia.
Como ambos estaban dotados de cuerpos sanos y vigorosos,su relación era apasionada y no se limitaba a las horas de la noche.En más de una ocasión, al volver a su hogar directamente del campo de maniobras, y aún con el uniforme salpicado de barro, el teniente había poseído a su mujer en el suelo, apenas abierta la puerta de la casa. Reiko le correspondía con el mismo ardor. En aproximadamente un mes, contando con la noche de bodas,Reiko conoció la absoluta felicidad, y el teniente, al comprobarlo, se sintió también muy feliz.
El cuerpo de Reiko era blanco y puro, y de sus pechos turgentes emanaba un rechazo firme y casto que, cuando gozaba, se mudaba en la mas íntima y acogedora tibieza. Aun en los momentos de mayor intimidad se mantenían extraordinariamente serios. Conservaban sus corazones sobrios y austeros en medio de las más embriagadoras demostraciones de pasión.
El teniente recordaba a su mujer durante el día en los cortos periodos de descanso entre su entrenamiento y su retorno al hogar, y Reiko no olvidaba a su marido en ningún momento. Cuando estaban separados, les bastaba con mirar solamente la fotografía de su casamiento para ratificar una vez más su felicidad.A Reiko no le sorprendía en lo mas mínimo que un hombre que había sido un extraño hasta algunos meses atrás se hubiese convertido en el sol alrededor del cual giraban su vida y su mundo.
Esta relación tenía una base moral y seguía fielmente el mandato de los Principios de la Educación en los que se estipula que “la armonía reinará entre el marido y la mujer”.Reiko no encontró jamás la ocasión de contradecir a su marido, y el teniente no tuvo motivo alguno para reñir a su mujer.
En el nicho, debajo de la escalera, junto a la tablilla del Gran Santuario Ise, habían colocado fotografías de sus Majestades Imperiales, y cada mañana, antes de partir hacia sus obligaciones, el teniente y su mujer se detenían frente a ese lugar santificado y juntos se inclinaban en una profunda reverencia.
La ofrenda de agua se renovaba cada mañana y la rama sagrada de sakasi estaba siempre verde y fresca. Sus vidas se deslizaban bajo la solemne protección de los dioses y estaban colmadas de una felicidad intensa que hacía vibrar cada fibra de sus cuerpos.
III
Aun cuando la casa de Saito, Señor del Sello Privado, se hallaba en la vecindad, nadie escuchó allí el tiroteo de la mañana del 26 de febrero. Aquel fue un ruidoso toque de atención en el amanecer nevado e interrumpió bruscamente el sueño del teniente.Saltó inmediatamente de la cama y, sin pronunciar palabra, vistió el uniforme, se ajustó la espada que le tendía su mujer y se precipitó hacia la calle cubierta de nieve en el oscuro amanecer. No regresó a su hogar hasta la noche del día veintiocho.
Algo más tarde, Reiko escuchó por la radio las noticias sobre aquella súbita erupción de violencia.Vivió los dos días siguientes en completa y tranquila soledad tras las puertas cerradas.
Reiko había leído la presencia de la muerte en el rostro de su marido al marcharse a toda prisa bajo la nieve. Si Shinji no regresaba, su propia decisión era también muy firme. Moriría con él.
Se dedicó, entonces, a ordenar sus pertenencias personales. Eligió su mejor conjunto de kimonos como recuerdo para sus amigas de colegio y escribió un nombre y una dirección sobre el rígido papel en el que los había doblado uno por uno.
Como su marido le recordaba constantemente que no hay que pensar en el mañana, Reiko ni siquiera había escrito un diario, y se encontraba, ahora, en la imposibilidad de releer los pasajes en los que hubiera dado testimonio de su felicidad.Sobre la radio se destacaban un perrito de porcelana,un conejo, una ardilla, un oso y un zorro. Tampoco faltaban allí un jarrón y un recipiente para el agua. Estos objetos constituían la única colección de Reiko.Sin embargo, de nada serviría regalarlos como recuerdos.Tampoco sería apropiado pedir específicamente que fueran incluidos en su ataúd. Mientras estos objetos desfilaban por su mente, Reiko tuvo la sensación de que los animalitos parecían cada vez más tristes y desamparados.
Tomó la ardilla en su mano y la observó.Fue entonces cuando, con sus pensamientos puestos en un reino mucho más alejado que estos afectos infantiles, vio en la lontananza los principios,vitales como el sol, que personificaba su marido. Estaba pronta y feliz de terminar sus días en compañía de aquel hombre deslumbrante, pero en ese momento de soledad se permitió refugiarse con el inocente afecto por aquellas bagatelas. Ya había pasado el tiempo en que realmente las había amado.
Ahora solamente acariciaba su recuerdo y el lugar que ocuparan en su corazón se había colmado definitivamente con pasiones más intensas.
Reiko jamás había supuesto que las turbadoras emociones de la carne fueran sólo un placer. La baja temperatura de febrero y el contacto con la gélida porcelana de la ardilla habían entumecido sus dedos.Sin embargo, bajo los dibujos simétricos de su acicalado kimono meisen podía sentir, cuando recordaba los poderosos brazos del teniente, una cálida humedad que, desde su piel, desafiaba al frío.
No experimentaba absolutamente ningún temor por la muerte que rondaba en la cercanía. Mientras esperaba sola en su casa, Reiko no dudaba que la angustia y la congoja que estaría experimentando su marido en aquellos momentos la llevarían, con tanta certeza como su intensa pasión, a una muerte agradable. Sentía en lo más hondo que su cuerpo podría disolverse con facilidad y convertirse en una sola cosa con el pensamiento de su marido.
A través de las informaciones de la radio, escuchó los nombres de varios colegas de su marido mencionados entre los insurgentes.Éstas eran noticias de muerte. Se preguntaba ansiosamente, a medida que la situación se hacía más difícil, por qué no se emitía una Ordenanza Imperial. El movimiento, que en un principio había parecido ser un intento de restaurar el honor nacional,se había convertido gradualmente en algo llamado motín.El regimiento no había dado ningún comunicado y se suponía que,en cualquier momento, podría comenzar la lucha en las calles aún cubiertas de nieve.
El veintiocho, a la caída del sol, furiosos golpes estremecieron a Reiko.Bajó precipitadamente las escaleras, y mientras, con dedos inexpertos, tiraba del pasador,la silueta apenas delineada tras los vidrios cubiertos de escarcha,no emitía sonido alguno. Sin embargo,no dudó de la presencia de su marido.Nunca antes había tenido tanta dificultad en abrir la puerta .Cuando finalmente pudo lograrlo, se encontró frente al teniente enfundado en un capote color kaki y con las botas de campaña salpicadas de barro.
Reiko no comprendió por qué Shinji cerró la puerta y corrió nuevamente el pasador.
-Bienvenido a casa -la joven ejecuta una profunda reverencia a la cual su marido no responde.Se había quitado la espada y comenzaba a desembarazarse del capote.Ella quiso ayudarlo. La chaqueta, que estaba fría y húmeda y había perdido el olor a estiércol que tenía normalmente cuando se la exponía al sol, le pesaba en el brazo.La colgó de una percha y sosteniendo la espada y el cinturón de cuero entre sus mangas, esperó a que su marido se quitase las botas. Luego, lo siguió hasta el cuarto de estar: la habitación de seis tatami.
Bajo la clara luz de la lámpara, el rostro barbudo y agotado de su marido era casi irreconocible. Las mejillas hundidas habían perdido su brillo y elasticidad.
En circunstancias normales hubiera cambiado su ropa por otra de casa, y la hubiera urgido a servir la comida de inmediato. En cambio, aquella noche se sentó frente a la mesa vistiendo el uniforme y con la cabeza hundida sobre el pecho.
Reiko se abstuvo de preguntar si debía preparar la comida.
-Yo no sabía nada -dijo el hombre al cabo de un silencio-. No me pidieron que me uniera a ellos .Quizás no lo hicieron al saberme recién casado.Kano, Homma y, también,Yamaguchi.
Reiko evocó los rostros de los alegres oficiales jóvenes, amigos de su marido, que habían ido a aquella casa en calidad de invitados.
-Quizás mañana se publique una Ordenanza Imperial. Supongo que serán juzgados como rebeldes. Estaré a cargo de la unidad conórdenes de atacarlos… No puedo hacerlo.Sería simplemente imposible -guardó un corto silencio-. Me han dispensado de las guardias y estoy autorizado para volver a casa por una noche.Mañana, a primera hora, deberé unirme al ataque sin proferir una réplica.No puedo hacerlo, Reiko…
Reiko estaba sentada, muy tiesa, con los ojos bajos.
Comprendía muy claramente que su marido hablaba en términos de muerte.El teniente estaba resuelto y, aun cuando todavía planteaba el dilema, en su mente ya no cabían vacilaciones.
Sin embargo, en el silencio que se estableció entre ambos, todo quedó claro con la misma transparencia de un cauce alimentado por el deshielo.
Ya en su casa después de la larga prueba de dos días y contemplando el rostro de su hermosa mujer, el teniente experimentó, por primera vez, una verdadera paz interior. Había intuido de inmediato que su mujer conocía la resolución que ocultaban sus palabras.
-Bien, entonces… -el teniente abrió, grandes, los ojos. Pese al cansancio, su mirada era fuerte y transparente y no la apartó de su esposa-. Esta noche me abriré el estómago.
Reiko no vaciló.
-Estoy preparada -dijo-, permíteme acompañarte.
El teniente se sintió casi hipnotizado por la mirada implorante de su esposa.Sus palabras comenzaron a fluir rápida y fácilmente,como expresadas en delirio.
Otorgó su aprobación a aquella empresa vital en una forma descuidada y negligente que parecía escapar a su entendimiento.
-Bien. Nos iremos juntos. Pero, antes, quiero que seas testigo de mi muerte.
Ya de acuerdo, sus corazones se vieron inundados por una repentina felicidad.
Reiko estaba profundamente conmovida por la confianza que depositaba en ella su marido. Era vital para el teniente que no se cometieran irregularidades en su muerte. Por esta razón era necesario un testigo. Y el haber elegido para tal fin a su mujer,demostraba una profunda y absoluta confianza. En segundo lugar, y esto era aun más importante,aunque había rogado a Reiko que muriera con él, ni siquiera intentaba matar a su esposa primero, sino que dejaba aquel momento librado al criterio de ella, para cuando él ya no estuviera allí, verificándolo todo. Si el teniente hubiera abrigado la menor sospecha, cumpliendo el pacto de los suicidas, hubiera preferido matarla primero.
Cuando Reiko dijo: “Permíteme acompañarte”,el teniente apreció en estas palabras el fruto final de las enseñanzas impartidas a su mujer desde la noche del casamiento. La había educado en forma tal que, llegado el momento, respondía en los exactos términos que correspondían. Era éste un halago a la confianza en sí mismo que alimentaba Shinji… No era ni tan romántico ni tan presuntuoso como para creer que esas palabras eran dichas espontáneamente,sólo por amor.
Sus corazones estaban tan inundados de felicidad, que no podían dejar de sonreír. Reiko se sentía nuevamente en la noche de bodas.Ante sus ojos no existían ni el dolor ni la muerte. Sólo creía ver un ilimitado espacio abierto hacia vastos horizontes.
-El agua está caliente. ¿Te darás un baño ahora?
-Sí, por supuesto.
-¿Y la comida…?
Las palabras fueron pronunciadas en un tono tan tranquilo y doméstico,que, por una fracción de segundo, el teniente creyó haber sido juguete de una alucinación.
-No creo que sea necesario. ¿Podrás calentar un poco de sake?
-Como quieras.
Reiko se levantó y al tomar del ropero un vestido tanzan para después del baño, atrajo deliberadamente la atención de su marido sobre los cajones vacíos. El teniente observó el interior del mueble. Leyó las direcciones sobre los regalos recordatorios. No hubo pena en él frente a la heroica determinación de Reiko. Como un marido a quien su joven esposa enseña con orgullo sus compras pueriles, el teniente, inundado de afecto, abrazó a su mujer cariñosamente por la espalda y le besó el cuello.
Reiko sintió la aspereza de aquel rostro sin afeitar. Esta sensación encerraba para ella toda la alegría del mundo, y ahora -sintiendo que iba a perderla para siempre- contenía una frescura mas allá de toda experiencia. Cada momento parecía contener una infinita fuerza vital. Los sentidos se despertaron en todo su cuerpo.
Aceptando las caricias de Shinji, Reiko se alzó sobre la punta de los pies y dejó que aquella vitalidad atravesara su cuerpo.
-Primero, el baño, y luego, después de tomar sake… Prepara las camas arriba, ¿quieres?
El teniente susurró algo en el oído de su mujer,y ella asintió silenciosamente.
El teniente se quitó apresuradamente el uniforme y se dirigió al baño.
Al escuchar el suave rugido del agua, Reiko llevó carbón hasta el cuarto de estar y empezó a calentar el sake.
Tomó el tanzen, un fajín y su ropa interior. Se dirigió al baño para controlar el calor del agua. En medio de una nube de vapor, el teniente se afeitaba con las piernas cruzadas en el suelo. Ella pudo distinguir los músculos de su fuerte espalda húmeda que respondían a los movimientos de sus brazos.
Nada sugería algún acontecimiento anormal. Reiko se ocupaba diligentemente de sus tareas y preparaba platos improvisados.
Sus manos no temblaban y se mostraba más eficiente y desenvuelta que de costumbre. De tanto en tanto sentía extrañas palpitaciones en el centro del pecho, pero eran como luces distantes. Tenían un momento de gran intensidad y luego se desvanecían sin dejar huellas. Omitiendo esto, no parecía ocurrir nada fuera de lo habitual.
Mientras se afeitaba en el baño, el teniente sintió que su cuerpo tibio se libraba milagrosamente de la desesperada fatiga de aquellos días de incertidumbre y se llenaba de una agradable expectativa pese a la muerte que lo aguardaba. Podía oír vagamente los ruidos habituales con que su mujer cumplía sus quehaceres, y un saludable deseo físico, postergado durante dos días, se presentó nuevamente.
El teniente confiaba en que no había habido impureza en el goce experimentado mientras resolvían morir.
Ambos habían sentido en aquel momento, aun cuando no de una manera clara y consciente, que esos placeres permisibles estaban nuevamente bajo la protección del Bien y del Poder Divino. Los protegía una moralidad total e intachable. Al mirarse a los ojos descubrieron en su interior una muerte honorable, estaban de nuevo a salvo tras las paredes de acero que nadie podría destruir,enfundados en la impenetrable coraza de la Belleza y la Verdad.
El teniente podía entonces considerar su patriotismo y las urgencias de su carne como un todo.
Acercó más aun la cara al oscuro y agrietado espejo de pared y se afeitó cuidadosamente. Aquel era el rostro que presentaría a la muerte y era importante que no tuviera imperfecciones. Sus mejillas, recién afeitadas, irradiaban nuevamente el brillo de la juventud y parecían iluminar la opacidad del espejo. Sintió que había cierta elegancia en la asociación de la muerte con aquella cara sana y radiante.
Sería su rostro de difunto.En realidad ya había dejado a medias de pertenecerle para convertirse en el busto de un soldado muerto. A título de experimento, cerró fuertemente los ojos y todo quedó envuelto en la oscuridad.Ya no era una criatura viviente.
Al salir del baño, con un tenue reflejo azulado bajo la tersa piel de las mejillas, se sentó junto al brasero de carbón. Advirtió que, pese a hallarse ocupada, Reiko había encontrado el tiempo necesario para retocar su cara. Su rostro estaba fresco y sus labios húmedos. Era imposible encontrar en ella el menor rastro de tristeza, y al observar aquella demostración de la personalidad apasionada de su mujer, el teniente pensó que había elegido la esposa que le correspondía.
Tan pronto como hubo vaciado su taza de sake, se la ofreció a Reiko, quien nunca lo había probado. La joven bebió un sorbo, tímidamente.
-Ven aquí-dijo el teniente.
Reiko se acercó a su marido, y mientras él la abrazaba ella se sintió profundamente conmovida, como si la tristeza, la alegría y el poderoso sake se mezclaran dentro de ella.
El teniente contemplo las facciones de su esposa. Era el último rostro que vería en este mundo. Lo estudió minuciosamente con los ojos de un viajero despidiéndose de espléndidos paisajes.
Reiko tenía una cara de rasgos regulares, sin ser fríos, y de labios suaves. El teniente, que no se cansaba de contemplarla, la besó en la boca. Y repentinamente, sin que se alterara su belleza por el llanto, las lágrimas comenzaron a brotar lentamente bajo las largas pestañas y corrieron como hilos brillantes por sus mejillas.
Luego Shinji quiso subir al dormitorio, pero ella le suplicó que le diera tiempo a tomar su baño. El teniente subió, pues, solo, y se acostó con los brazos y las piernas abiertas en la habitación entibiada por la estufa de gas. El tiempo que transcurrió esperando a su mujer no fue más largo de lo habitual.
Colocó las manos bajo la cabeza y observó las vigas del techo. ¿Esperaba la muerte? ¿Un salvaje éxtasis de los sentidos? Ambas cosas parecían sobreponerse, como si el objeto del deseo físico fuera la muerte propia.
El teniente nunca había gozado de una libertad tan absoluta.
Un coche frenó y pudo escuchar el chirrido de las ruedas patinando sobre la nieve apilada en los bordes de la calle. La bocina repercutió en las paredes cercanas. Al percibir esos ruidos, Shinji pensó que aquella casa se levantaba como una isla solitaria en el océano de una sociedad ocupada incansablemente en los mismos asuntos de siempre. A su alrededor se extendía desordenadamente el país por el cual estaba sufriendo y a punto de dar la vida. No sabía ni le importaba si aquella gran nación reconocería su sacrificio. En su campo de batalla no existía la gloria. Era la trinchera del espíritu.
Los pasos de Reiko resonaron en la escalera. Crujían los empinados escalones de la antigua morada y estos sonidos inundaron al teniente de gratos recuerdos. En cuantas ocasiones los había escuchado desde la cama. Al reflexionar en que ya no volvería a percibirlos, se concentró en ellos tratando de que cada rincón de aquel tiempo precioso se colmara con el ruido de las suaves pisadas de la vieja escalera. Tales instantes parecieron transformarse en joyas rutilantes de luz interior.
Reiko tenia un fajín sobre el yukata y su rojo estaba atenuado por la media luz. El teniente quiso asirla y la mano de Reiko corrió en su ayuda. El fajín cayó al suelo.
Ella estaba de pie frente a él, vistiendo su yukata.
El hombre hundió las manos en las aberturas laterales bajo las mangas y la abrazó intensamente. El roce de sus dedos sobre la piel desnuda, sentir que las axilas se cerraban suavemente sobre sus manos, encendió aun más su pasión y, pocos instantes más tarde, ambos yacían desnudos frente al brillante fuego de la estufa.
No pronunciaron palabra alguna, pero sus cuerpos y sus corazones se inflamaron al saber que aquel sería el último encuentro. Era como si las palabras “ÚLTIMA VEZ” hubieran sido estampadas con pinceladas invisibles sobre cada centímetro de sus cuerpos.
El teniente atrajo a su mujer y la besó con vehemencia. Sus lenguas exploraron las bocas, adentrándose en su interior suave y húmedo, y fue como si las aún desconocidas agonías de la muerte templaran sus sentidos como el acero al rojo vivo. Los lejanos dolores finales habían refinado su percepción amorosa.
-Es la ultima vez que voy a verte -murmuró el teniente-. Déjame mirar… -y tomando la lámpara en su mano, dirigió un haz de luz sobre el cuerpo extendido de Reiko.
Ella había cerrado los ojos. La luz de la lámpara destacaba la majestuosidad de su carne blanca. El teniente con un dejo de egocentrismo, se alegró pensando en que jamás vería esa belleza derrumbándose frente a la muerte.
El teniente contempló sin apuro aquel inolvidable espectáculo. Acariciaba la sedosa cabellera, palmeaba suavemente el bello rostro y besaba todos los puntos donde se detenía su mirada. La frente alta tenía una serena frescura, los ojos cerrados se orlaban de largas pestañas bajo las cejas finamente dibujadas y el brillo de los dientes se entreveía por los labios llenos y regulares… Todo ello configuraba en la mente del teniente la visión de una máscara mortuoria verdaderamente radiante y una y otra vez apretó sus labios contra la blanca garganta donde la mano de Reiko no tardaría en descargar su certero golpe. El cuello enrojeció bajo los besos y volviendo suavemente a los labios de su amada, apoyó su boca sobre ellos con el fluctuante movimiento de un pequeño bote. Cerrando los ojos, el mundo se convertirá, así, en una mecedora.
La boca del teniente seguía fielmente el recorrido de sus ojos. Los pechos altos y turgentes, terminados como capullos de cerezo silvestre, se endurecían al contacto de sus labios. Los brazos emergían malsanamente a ambos lados, afinándose hacia las muñecas, pero sin perder su redondez ni simetría.
Los dedos delicados eran aquellos que habían sostenido el abanico durante la ceremonia nupcial. A medida que el teniente los besaba, se retraían como avergonzados. El hueco natural de esa curva entre el pecho y el estómago tenía en sus líneas no sólo la sugestión de la tersura, sino la fuerza de la elasticidad y anunciaba las ricas curvas que se extendían hasta las caderas. La riqueza y la blancura del vientre y las caderas eran como la leche contenida en un recipiente amplio. El hoyo sombreado del ombligo podía haber sido la huella de una gota de agua recién caída allí. Donde las sombras se hacían más intensas, el vello crecía apretado, dulce y sensible, y a medida que la excitación aumentaba en aquel cuerpo que había dejado de mostrarse pasivo, un aroma de flores ardientes se hacia cada vez más penetrante.
Reiko habló, por fin, con voz trémula:
-Muéstrame… Déjame mirar por última vez…
Shinji no había escuchado nunca de labios de su mujer un ruego tan firme y definido. Era como si su modestia ya no podía ocultar algo que, ahora, se libraba de las trabas que la oprimían. El teniente se recostó sumisamente para someterse a los requerimientos de su mujer. Ella alzó ágilmente su cuerpo blanco y tembloroso y ardiendo en un inocente deseo de devolverle todo cuanto había hecho por ella, puso los dedos sobre los ojos de Shinji y los cerró suavemente.
Repentinamente inundada de ternura, con las mejillas encendidas por el vértigo de la emoción, Reiko abrazó la cabeza rapada del teniente y el pelo afeitado lastimó su pecho. Aflojando el abrazo, contempló luego el rostro varonil de su marido. Las cejas severas, los ojos cerrados, el espléndido puente de la nariz, los labios bien dibujados y firmes. Reiko comenzó a besarlos, se detuvo en la ancha base del cuello, en los hombros fuertes y erguidos, en el pecho poderoso con sus círculos gemelos semejantes a escudos de ásperos pezones. Un olor dulce y melancólico se desprendía de las axilas profundamente sombreadas por la carne abundante del pecho y de los hombros. En cierto modo, la esencia de la muerte joven estaba contenida en aquella dulzura. La piel desnuda del teniente relucía como un campo de cebada y podía observar los músculos en relieve convergiendo sobre el abdomen alrededor del ombligo pequeño y modesto.
Al mirar el estómago firme y joven, púdicamente cubierto por un vello vigoroso, Reiko pensó que pronto iba a ser cruelmente lacerado por la espada y, reclinando la cabeza, rompió en sollozos y lo cubrió con sus besos.
Al sentir las lágrimas de su mujer, el teniente se sintió capaz de afrontar valerosamente las más crueles agonías del suicidio. Resulta fácil imaginar a qué éxtasis llegaron después de aquellos tiernos intercambios. El teniente se incorporó y rodeó con un potente abrazo a su mujer, cuyo cuerpo estaba exhausto luego de tantas lágrimas y aflicciones. Juntaron sus caras apasionadamente, restregando las mejillas. El cuerpo de Reiko temblaba. Sus pechos húmedos estaban fuertemente apretados y cada milímetro de aquellos cuerpos jóvenes y hermosos se habían compenetrado tanto con el otro que parecía imposible que se separaran jamás.
Reiko gritó.
Desde las altura se sumergieron en el abismo, y, de allí, una vez más hasta embriagantes alturas. El teniente jadeaba como el portador de un estandarte…
Al terminarse su ciclo, surgía inmediatamente una nueva ola de placer y, juntos, sin muestras de fatiga, se elevaron nuevamente hasta la cima misma de un nuevo movimiento jadeante.
IV
Cuando Shinji se volvió finalmente no fue por cansancio. No quería agotar la considerable fuerza física que necesitaría para llevar a cabo el suicidio. Ademas, hubiera lamentado enturbiar la dulzura de aquellos últimos momentos abusando de esos goces.
Reiko, con su habitual complacencia, siguió el ejemplo de su marido. Los dos yacían desnudos, con los dedos entrelazados, mirando fijamente el oscuro cielo raso. La habitación estaba caldeada por la estufa y en la noche silenciosa no se escuchaba el trafico callejero. Ni siquiera llegaba hasta ellos el fragor de los trenes y autobuses de la estación Yotsuya, que se perdía en el parque densamente arbolado frente a la ancha carretera que bordea el Palacio Akasaka. Resultaba difícil pensar en la tensión existente en el barrio donde las dos facciones del Ejercito Imperial se preparaban para la lucha.
Deleitándose en su propio calor, los jóvenes rememoraron en silencio los éxtasis recientes. Revivieron cada momento de la pasada experiencia, recordaron el gusto de los besos nunca agotados, el contacto de la piel desnuda, tanta embriagante felicidad .Pero ya entonces, el rostro de la muerte acechaba desde las vigas del techo. Aquellos habían sido los últimos placeres de los que sus cuerpos no disfrutarían nunca más. Ambos pensaron que, aun cuando vivieran hasta una edad avanzada, no volverían a disfrutar de un goce tan intenso.
También se desprenderían sus dedos entrelazados. Hasta los dibujos de las oscuras vetas de la madera, desaparecerían pronto. Era posible detectar el avance de la muerte. En aquel momento ya no cabían dudas. Era menester tener el coraje necesario, salirle al encuentro y atraparla.
-Podemos prepararnos -dijo el teniente.
La determinación que encerraban sus palabras era inconfundible, pero tampoco había habido nunca tan cálidas y tiernas inflexiones en su voz.
Varias tareas los aguardaban. El teniente, que no había ayudado nunca a guardar las camas, empujó la puerta corrediza del armario, alzó el colchón y lo depositó dentro de él.
Reiko apagó la estufa y la luz. En ausencia del teniente lo había aseado todo cuidadosamente, y ahora aquella habitación de ocho tatami presentaba la apariencia de una sala lista para recibir a importantes invitados.
-Aquí bebieron Kano y Homma y Noguchi…
-Sí, eran todos grandes bebedores.
-Nos reuniremos pronto con ellos en el otro mundo. Se burlarán de nosotros cuando adviertan que te llevo conmigo.
Al bajar la escalera, el teniente se volvió para contemplar la limpia y tranquila habitación iluminada por la lámpara. En su mente flotaba el recuerdo de los jóvenes oficiales que allí habían bebido y bromeado inocentemente. Nunca había imaginado, entonces, que en aquella habitación se abriría el estómago.
El matrimonio se ocupó despacio y serenamente de sus respectivos preparativos en las dos habitaciones de la planta baja. El teniente fue primero al retrete, y luego, al baño a lavarse. Mientras tanto, Reiko doblaba y guardaba la bata acolchada de su marido; ordenaba la túnica del uniforme, los pantalones y un taparrabos blanco recién cortado; disponía unas hojas de papel sobre la mesa del comedor para las notas de despedida. Luego, tomó la caja que contenía los instrumentos para escribir, y comenzó a raspar la tableta para hacer tinta. Ya había decidido el contenido de su última misiva.
Los dedos de Reiko apretaron fuertemente las frías letras doradas de la tableta y el agua del tintero se tiñó inmediatamente como si una oscura nube hubiera pasado sobre él. Todo aquello no era sino una solemne preparación para la muerte. La rutina doméstica o una forma de pasar el tiempo hasta que llegara el momento del enfrentamiento definitivo. Una inexplicable oscuridad brotaba del olor de la tinta al espesarse.
El teniente salió del baño. Vestía el uniforme sobre la piel. Sin pronunciar una palabra, tomó asiento frente a la mesa y, empuñando el pincel, permaneció indeciso frente al papel que tenía delante.
Reiko tomó un kimono de seda blanca y, a su vez, entró en el baño. Cuando reapareció en la habitación, ligeramente maquillada, la misiva ya estaba terminada. El teniente la había colocado bajo la lámpara .Las gruesas pinceladas solo decían:
“¡Vivan las fuerzas imperiales! – Teniente del ejército, Takeyama Shinji.”
El teniente observó en silencio los controlados movimientos con que los dedos de su mujer manejaban el pincel.
Con sus respectivas esquelas en la mano -la espada del teniente ajustada sobre su costado y la pequeña daga de Reiko dentro de la faja de su kimono blanco-, ambos permanecieron frente al santuario, rezando en silencio. Luego, apagaron todas las luces de la planta baja. Mientras subían, el teniente volvió la cabeza y observó la llamativa silueta de su mujer que, toda vestida de blanco y los ojos bajos, iba tras él.
Acomodaron las notas de despedida una junto a la otra en la alcoba de la planta baja.
Por un momento pensaron en descolgar el pergamino, pero como había sido escrito por su mediador el teniente general Ozzeki y consistía en dos caracteres chinos que significaban “Sinceridad”, lo dejaron donde estaba. Pensaron que, aunque se manchara con sangre, el teniente general no se ofendería.
Shinji tomó asiento de espaldas a la habitación y, muy erguido, colocó su espada frente a él. Reiko se sentó frente a él, a un tatami de distancia. El toque de pintura en sus labios parecía aun más seductor sobre el severo fondo blanco.
Se miraron intensamente a los ojos a través de la distancia de un tatami que los separaba. La espada del teniente casi tocaba sus rodillas. Al verla, Reiko recordó la primera noche de casada, y se sintió abrumada de tristeza.
Finalmente, el teniente habló con voz ronca:
-Como no voy a tener quién me ayude, me haré un corte profundo. Puede que sea desagradable. Por favor, no te asustes. La muerte es algo horrible de presenciar, en cualquier circunstancia. No debes dejarte atemorizar, ¿comprendes?
Reiko asintió con una profunda inclinación de cabeza.
Al mirar la figura esbelta de su mujer, el teniente experimentó una extraña excitación. Estaba por llevar a cabo un acto que requería toda su capacidad de soldado, algo que exigía una resolución similar al coraje que se necesita para entrar en combate. Sería una muerte no menos importante ni de menor calidad que si hubiera muerto en el frente de batalla.
Por unos instantes el pensamiento llevó al teniente a elaborar una rara fantasía. Una muerte solitaria en el campo de lucha, una muerte frente a los ojos de su hermosa esposa… Una dulzura sin límites lo invadió al experimentar la sensación de que iba a morir en aquellas dos dimensiones, conjugando la imposible unión de ambas.
“Este debe ser el pináculo de la buena fortuna”, pensó. El hecho de que aquellos hermosos ojos observaran cada minuto de su muerte, equivaldría a ser llevado al más allá en alas de una brisa fragante y sutil.
Presentía en aquella circunstancia una suerte de merced especial, vedada a los demás, a él solo dispensada. El teniente creyó ver en su radiante esposa, ataviada como una novia, el compendio de todo lo amado por lo cual iba, ahora, a entregar la vida. La Casa Imperial, la Nación, la bandera del Ejército. Todas ellas eran presencias que, como su esposa, lo observaban atentamente con ojos transparentes y firmes. Reiko también contemplaba a su marido que tan pronto habría de morir, pensando que jamás había visto algo tan maravilloso en el mundo.
El uniforme siempre le sentaba bien, pero ahora, mientras se enfrentaba a la muerte con cejas severas y labios firmemente apretados, irradiaba lo que podría llamarse una esplendorosa belleza varonil.
-Es hora de partir -dijo, por fin.
Reiko dobló su cuerpo hasta el suelo en una profunda reverencia. No podía alzar el rostro. No quería arruinar su maquillaje con las lágrimas que le resultaban imposibles de contener.
Cuando finalmente alzó la mirada, vio borrosamente, a través de las lágrimas, que su marido había enroscado una venda blanca alrededor de su espada ahora desenvainada; sólo dejaba en la punta doce o quince centímetros de acero al desnudo.
Apoyando la espada en el tatami que tenía frente a él, el teniente se alzó sobre las rodillas, se sentó nuevamente con las piernas cruzadas y desabrochó el cuello del uniforme. Sus ojos no verían ya a su mujer. Lentamente, se desprendió uno por uno los botones chatos de metal. Observó primero su pecho oscuro y, luego, su estómago. Desató el cinturón y se desabrochó los pantalones. Tomó el taparrabos con ambas manos y lo tiró hacia abajo para dejar más libre al estómago. Luego empuñó la espada con la venda blanca en su filo, mientras que, con la mano izquierda, masajeaba su abdomen. Conservaba la mirada baja.
Para verificar el filo, el teniente abrió la parte izquierda del pantalón, dejando parte del muslo a la vista, y deslizó el filo sobre la piel. La sangre brotó inmediatamente de la herida y varias gotas brillaron a la luz.
Era la primera vez que Reiko veía la sangre de su marido y experimentó violentas palpitaciones en el pecho. Observó el rostro del teniente y vio que estudiaba con calma su propia sangre. Pese a que aquel era un consuelo superficial, Reiko sintió cierto alivio.
Los ojos del hombre se fijaron en ella con una mirada penetrante como la de un halcón. Colocando la espada frente a él, se alzó ligeramente sobre sus músculos e inclinó la parte superior del cuerpo sobre la punta de la espada. La excesiva tensión que presentaba la tela del uniforme, indicaba a las claras que estaba reuniendo todas sus fuerzas. Se proponía asestar un profundo golpe en la parte izquierda del estómago y su grito agudo traspasó el silencio de la habitación.
Pese al esfuerzo, el teniente tuvo la sensación de que era otro quien había golpeado su estómago como con una gruesa barra de hierro. Durante algunos segundos su cabeza giró vertiginosamente y no recordó cuánto había sucedido. Los doce o quince centímetros de punta desnuda habían desaparecido completamente en su carne, y el vendaje blanco, fuertemente sujeto por su puño cerrado, le presionaba directamente el estómago.
Recuperó la conciencia. Pensó que el filo debía haber atravesado las paredes del abdomen. Su respiración era dificultosa, el pecho le palpitaba violentamente y en alguna zona remota, aparentemente desligada de su persona, un dolor terrible e insoportable se alzaba en forma avasalladora como si la tierra se abriera para vomitar un cauce de rocas hirvientes. El dolor se acercó, de pronto, a una velocidad vertiginosa. El teniente se mordió el labio inferior y sofocó un lamento instintivo.
“¿Es esto el seppuku?”, pensó.
Experimentaba una sensación de caos total, como si el cielo se hubiera desplomado sobre él y todo el universo girara como bajo el efecto de una enorme borrachera. Su fuerza de voluntad y coraje, que tan fuertes se manifestaran antes de la incisión, se habían reducido, ahora, a una fibra de acero del grosor de un cabello. Lo asaltó la incómoda sensación de que tendría que avanzar asido a esa fibra con toda su desesperación.
Algo humedecía su puño y, bajando la mirada, vio que, tanto su mano como el paño que envolvía la hoja, estaban empapados en sangre. También su taparrabos estaba teñido de un rojo intenso. Le pareció increíble que en medio de aquella agonía, las cosas visibles pudieran ser todavía vistas y las cosas existentes, existir.
Reiko luchó por no correr al lado de su esposo al observar la mortal palidez que invadía sus rasgos después de clavarse la espada. Sucediera lo que sucediera, su misión era la de observar. Ser testigo. Tal era la obligación contraída con el hombre amado. Frente a ella, a un tatami de distancia, podía ver cómo su marido se mordía los labios para ahogar el dolor.
Reiko no contaba con ningún medio para rescatarlo a él.
La transpiración brillaba en su frente. Shinji cerró los ojos para abrirlos luego, nuevamente, como quien hace un experimento. Su mirada había perdido todo brillo y los suyos parecían los ojos inocentes y vacíos de un animalito.
La agonía que se desarrollaba frente a Reiko la quemaba como un implacable sol de verano, pero era algo totalmente alejado de la pena que parecía estar partiéndola en dos.
El dolor crecía con regularidad. Reiko sentía que su marido se había convertido en un ser de un mundo aparte, en un hombre íntegramente disuelto en el dolor, en un prisionero en una jaula de sufrimiento, y mientras pensaba, comenzó a sentir como si alguien hubiera levantado una cruel muralla de cristal entre ellos.
Desde su matrimonio, la existencia de su marido se había convertido en la suya propia, y cada respiración de Shinji parecía pertenecer a Reiko. En cambio, ahora, mientras que la existencia de su marido en el dolor era una realidad viviente, Reiko no podía encontrar en su pena ninguna prueba concluyente de su propia existencia.
Usando solamente la mano derecha, el teniente comenzó a cortarse el vientre de un lado a otro. Pero a medida que la hoja se enredaba en las entrañas, era rechazada hacia fuera por la blanda resistencia que encontraba allí. El teniente comprendió que sería menester usar ambas manos para mantener la punta profundamente hundida en su cuerpo. Tiró hacia un costado, pero el corte no se produjo con la facilidad que había esperado. Concentró toda la energía de su cuerpo en la mano derecha y tiró nuevamente. El corte se agrandó ocho o diez centímetros.
El dolor se extendió como una campana que sonara en forma salvaje. O como mil campanas tocando al unísono con cada respiración y con cada latido, estremeciendo todo su ser. El teniente no podía contener los gemidos. Pero la hoja ya se había abierto camino hasta debajo del ombligo. Al advertirlo, Shinji sintió un renovado coraje.
El volumen de la sangre no había dejado de aumentar y ahora manaba por la herida como originado por el latir del pulso. La estera estaba empapada de sangre que seguía renovándose con aquella que chorreaba de los pliegues del pantalón kaki del teniente. Una salpicadura, semejante a un pájaro, voló hacia Reiko y manchó la falda de su kimono de seda blanca. Cuando el teniente pudo, por fin, desplazar la espada hacia el costado derecho, ésta ya cortaba superficialmente y era posible contemplar su punta desnuda resbalándose de sangre y grasa. Atacado súbitamente por terribles vómitos, el teniente gritó roncamente. Los vómitos volvieron aun más horrendo el dolor, y el estómago, que hasta aquel momento se había mantenido firme y compacto, explotó de repente, dejando que las entrañas reventaran por la herida abierta. Ignorantes del sufrimiento de su dueño, las entrañas de Shinji causaban una impresión de salud y desagradable vitalidad que las hacía escurrirse blandamente y desparramándose sobre la estera. La cabeza del hombre se abatió, sus hombros se estremecieron y un fino hilo de saliva goteó de su boca. Las insignias doradas brillaban a la luz.
Todo estaba lleno de sangre. El teniente estaba empapado de ella hasta las rodillas, y ahora se sentaba en una posición encogida y desamparada con una mano en el piso. Un olor acre inundaba la habitación. La cabeza del hombre colgaba en el vacío y su cuerpo se sacudía en interminables arcadas. La hoja de la espada, expulsada de sus entrañas, estaba totalmente expuesta y aun sostenida por la mano derecha del teniente.
Sería difícil imaginar una visión más heroica que la del teniente reuniendo sus fuerzas y echando la cabeza hacia atrás. La violencia del movimiento hizo que la cabeza del teniente chocara contra uno de los pilares de la alcoba.
Hasta aquel momento, Reiko había permanecido sentada con la mirada baja, como encandilada por el flujo de la sangre que avanzaba hacia sus rodillas, pero el golpe la sorprendió y tuvo que alzar la vista.
El rostro del teniente no era el del hombre con vida. Los ojos estaban vacíos, la piel lívida, las mejillas y los labios tenían el color de la tierra seca. Sólo la mano derecha se movía aun sosteniendo laboriosamente la espada. Se agitó convulsamente en el aire, como la mano de un títere, y luchó por dirigir la punta de la espada hasta la base del cuello.
Reiko contempló cómo su marido intentaba este último, conmovedor y fútil esfuerzo. Brillando de sangre y grasa, la punta se descargaba una y otra vez sobre la garganta. Siempre fallaba. No le quedaban fuerzas para guiarla y sólo chocaba contra las insignias del cuello del uniforme que se había cerrado nuevamente y protegía la garganta.
Reiko no soportó aquella visión por más tiempo. Intentó ir en ayuda de Shinji, pero le resultaba imposible ponerse en pie. Se arrastró de rodillas y su falda se tiñó de un rojo intenso. Se colocó detrás de su marido y lo ayudó abriendo solamente el cuello del uniforme. La hoja vacilante tomó finalmente contacto con la piel desnuda de la garganta. Reiko tuvo la sensación de haber empujado a su marido hacia adelante.
No fue así. El teniente había dado una última demostración de fortaleza. Echó su cuerpo violentamente contra la hoja y el filo perforó su cuello, apareciendo luego por la nuca. El teniente permaneció inmóvil mientras un tremendo chorro de sangre lo inundaba todo.
V
Reiko descendió lentamente la escalera. Sus medias estaban resbalosas de sangre. En la habitación superior reinaba ahora la más absoluta calma.
Encendió las luces de la planta baja, verificó los quemadores y la llave principal del gas. Echó agua sobre el carbón humeante y semiapagado del brasero. Se detuvo frente al espejo de la habitación de cuatro tatami, y medio alzó su falda. Las manchas de sangre parecían un alegre dibujo estampado en la parte inferior de su kimono blanco. Al instalarse frente al espejo, sintió la fría humedad de la sangre de su marido en los muslos y tuvo un estremecimiento. Se entretuvo largamente en el baño. Aplicó una generosa capa de rouge sobre sus mejillas y también abundante pintura en los labios. Este maquillaje ya no estaba destinado a agradar a su marido. Se maquillaba para el mundo que estaba a punto de abandonar. Había algo espectacular y magnífico en los toques de su pincel. Al levantarse, advirtió que la sangre había mojado la estera dispuesta frente al espejo. Reiko no lo tuvo ya en cuenta.
La joven se detuvo al pisar el corredor de cemento que llevaba a la galería. Su marido había cerrado el pestillo de la puerta la noche anterior en un acto de preparación a la muerte, y durante un instante se sumió en la consideración de un simple problema, ¿dejaría el cerrojo echado? De hacerlo así, podrían transcurrir varios días antes de que los vecinos advirtieran el suicidio. A Reiko no le agradó la idea de dos cadáveres descomponiéndose antes de ser descubiertos. Después de todo, sería mejor dejar la puerta abierta…
Abrió el cerrojo y dejó la puerta de vidrios escarchados ligeramente entreabierta. El viento helado se coló de inmediato en la habitación. Nadie pasaba por la calle, era medianoche y las estrellas resplandecían tan frías como el hielo.
Reiko dejó la puerta entornada y subió las escaleras. Durante varios minutos caminó de un lado a otro. La sangre ya se había secado en sus medias .De pronto, un olor peculiar llegó hasta ella.
El teniente yacía, boca abajo, en un mar de sangre. La punta de la espada, que sobresalía de su nuca, parecía haberse hecho más prominente aun. Reiko anduvo negligentemente entre la sangre y se sentó al lado del cadáver de su marido. Lo observó atentamente. Tenía la mejilla apoyada en la alfombra, los ojos estaban muy abiertos, como si algo hubiera despertado su atención. Ella alzó la cabeza, la apoyó sobre su manga y, limpiándose la sangre de los labios, lo besó por ultima vez.
Luego tomó del armario una bata blanca y un cordón. Para evitar que su falda se desordenara, envolvió la manta alrededor de su cintura y la sujetó firmemente con el cordón.
Reiko se sentó muy cerca de Shinji. Extrajo la daga de su faja, examinó el brillo opaco de la hoja y la acercó a su lengua. El gusto del acero bruñido era ligeramente dulce.
Reiko no perdió tiempo. Pensó que el dolor que la había separado de su marido moribundo iba a formar ahora parte de su propia experiencia. Sólo vislumbró ante sí el gozo de penetrar en un reino que el amado Shinji ya había hecho suyo.
Había percibido algo inexplicable en la fisonomía agonizante de su marido. Algo nuevo. Le sería dado, pues, resolver el enigma.
Reiko sintió que, por fin, también podría participar de la verdadera y amarga dulzura del gran principio moral en que había creído el teniente.
Empujó entonces la punta de la daga contra la base de su garganta. La empujó fuertemente. La herida resultó poco profunda. Le ardía la cabeza y sus manos temblaban de forma incontrolable. Forzó la hoja hacia un costado y una sustancia caliente le anudó la boca. Todo se tiñó de rojo frente a sus ojos como el fluir de un río de sangre. Reunió todas sus fuerzas y hundió aun más profundamente la daga en su garganta.
FIN