martes, 30 de diciembre de 2008

Drieu La Rochelle sobre D.H. Lawrence



DHLawrence
El Cristo de D. H. Lawrence
Pierre Drieu La Rochelle

Traducción del francés de José Antonio Hernández García

Este texto fue tomado de un Website dedicado a la Nueva Derecha -- http://foster.20megsfree.com/index_es.htm -- hoy desconectado...

Se podría decir que este libro es un relato filosófico; lo afirmaría si el autor no fuera un novelista inglés. Aunque esta naracción tiene su punto de partida - fértil en símbolos- en un dios que prodiga sus complacencias en torno a algunos de los temas morales que han ilustrado la obra de D. H. Lawrence, su interés se centra en un carácter más bien particular. No obstante, en algunos puntos dudamos en conferirle la denominación de cuento filosófico con la connotación que le damos en el país de Villiers de l'Isle-Adam, de Anatole France o de Voltaire, para quien, por el contarario, la palabra tiene mayor importancia que quién la dice.
No, este no es en definitiva un cuento filosófico. Pero como indudablemente Lawrence quiso escribir uno, esta intención al menos lo ha ayudado a no caer nunca en el espacio de la alegoría autobiográfica que a veces suele rozar. Además, había encontrado en la idea de una segunda vida de Cristo a un personaje perfecto para un escritor, y en el que puede transparentar con acierto el fondo de sus propias experiencias, el ritmo de su vida y hasta el movimiento de su pluma. Todas sus veleidades subjetivas se habrían desvanecido si hubiese reconocido en su héroe a un hermano. Así, borra tales veleidades con numerosas y sorprendentes particularidades de un pariente que seguramente sólo testimoniaría lo esencial para él.

Aún así, cuando Lawrence escribió este relato - emotivo por su acento de veracidad- se encontraba cercano al final de su doloroso destino, que se volvía translúcido en todos los gestos de pasión que ya se habían expresado en su obra. Sus páginas están hechas de carbón blanco y de ceniza caliente. Después de muchos años de enfermedad, Lawrence moriría a los cuarenta y cuatro años.

Como su Cristo, Lawrence era un hombre que ya había tenido una muerte. Nadie mejor que él podía hablar de esos estados intermedios entre la vida y la muerte y, por lo tanto, todo eso, prodigiosamente presente, se encuentra al mismo tiempo continuamente relacionado con su otra visión. El hombre se une al dios - y uno y otro están aquí y allá, por fuera como dice Lawrence, pero dentro de la vida.

Al menos esto sucede así al principio, cuando el héroe todavía está cerca de la tumba. Pero es importante reconocer que este sentimiento del más allá o del más afuera, persiste durante mucho tiempo. Este crucificado vuelto hombre, renacido nuevamente como un viviente, permanece como moribundo casi hasta el último minuto de su aprendizaje; es un hombre enfermo de muerte.

Pero al mismo tiempo, en su derrededor, la vida es desbordante, viviente. Aquí también - o tal vez mejor que en sus páginas más brillantes- Lawrence nos hace sentir con una pasión irresistiblemente convincente la presencia viva de las piedras, las flores, los animales, del sol, de los humanos; de todo lo que este amoroso hombre tiene al morir en vida; de su sensibilidad febril que nos acomete y nos penetra. Nos impone un incomparable estado de doble mirada. Nos enferma como él para hacernos sentir una vida más intensa, más vívida. Incluso quienes no hayan conocido la guerra, la revolución o la más grave enfermedad - o aquellas mujeres que no han sabido lo que es un parto- serán finalmente tocadas por esta gracia fatal.

Estamos muy lejos de un Cándido que atraviesa difíciles pruebas, en ocasiones cruelmente duras. Cándido es un portento de salud al lado de este Jesús al que cada minuto de vida le destruye - diríamos- una fibra. Pero qué exquisita y simpática electricidad nos transmite esta fibra antes de colapsarse.

Ese es Lawrence, enfermo de muerte y amoroso de la vida como casi nunca lo hemos sido nosotros; sin duda nuestra época es igual. Existe en ello, entre el caso de un individuo y la situación de una época, un encuentro que libera un rayo. De allí el carácter profético de Lawrence.

Pero no nos anticipermos. Antes de reflexionar sobre esto, gocemos sin restringirnos a esta historia en particular, conmovedora por sus detalles familiares. Allí, Lawrence verdaderamente ha llegado en ciertos giros del relato a la simplicidad homérica o evangélica, en virtud del curso natural de su genio y de su gracia para la precisa intuición de ultratumba. El trazo es esencialmente exacto, muy particular - a pesar de las tosquedades indiscutibles y superficiales, de un estilo que se quiere componer y de un cálculo fallido que se encuentra de una palabra a otra, una antigua primero y otra moderna después, y que hubiera querido sugerir la idea de la continuidad de lo cotidiano a través de los siglos.

He aquí de lo que está hecha nuestra vida, y que no dejaremos de redescubrir en su desfalleciente simplicidad, gracias a la bondad - así sea frugal- de los artistas. Aquí, un gallo, un campesino - allá una mujer que espera, los pescadores que porfían, y en el fondo los soldados que dormitan amenzantes, o un suspicaz intendente que vigila. Enmedio de todo esto, un dios humano que pasa. Y rodéandolo, envolviéndolo todo, está la naturaleza infatigable, implacable, seductora.

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