... Comprometido
con la "Cifesa" para realizar unas películas cortas en
los estudios C. E. A., de la Ciudad Lineal, abandoné la comenzada
comedia y me dediqué por entero a la nueva labor. Pero tampoco este
trabajo estaba destinado a terminarse. Me hallaba una mañana enzarzado
con la parte de imagen de mis "cortos", cuando alguien
entró de pronto, agitadamente, en la sala de montaje, lanzando una
frase de once palabras que nos dejó paralizados de estupor acuantos
estábamos presentes en aquel momento:
—Esta madrugada unos guardias de
Asalto han asesinado a Calvo Sotelo.
Era el principio del fin.Cuatro días
después, el Ejército de África se alzaba en armas contra el
marxismo gobernante; éste se revolvía, como una víbora pisada,
contra el Ejército y contra los españoles de corazón que le
seguían, y de allí en adelante, en la zona "gubernamental",
se acabó todo trabajo decente, todoe sfuerzo digno y toda vida
civilizada.
El 18 de julio, tres forajidos y dos
mujerzuelas me quitaron de mis propias manos el automóvil, ganado a
fuerza de trabajo, de lucha y de esfuerzo. Mientras se alejaban
dentro de él, entre risotadas de burla, pensé:
—Es lo mismo, granujas. Las cosas
pueden obtenerse robándolas; pero cuando se han robado, no se
conservan. Igual que lo habéis conseguido os quedaréis sin él para
siempre. Y yo, trabajando, volveré, siempre también, a tener otro
igual.
Un mes más tarde, el 16 de agosto,
cinco milicianos —los fusiles y las pistolas por delante— se
colaron en mi domicilio. Salí al pasillo en pijama.
—¿Enrique Jardiel Poncela?
—Sí.
—Tiene usted que venir a declarar.
—¿Adónde?
—Cuando lleguemos lo sabrá.
—¿De qué se me acusa?
—De esconder a Salazar Alonso.
—De esconder a Salazar Alonso.
—En mi vida he cruzado la palabra con
él.
—Bueno; eso ya lo veremos. Vístase y
véngase con nosotros.
Era la fórmula típica del "paseo".
Con estas palabras, desde hacía ya veinte días —y luego, por
espacio de meses—, se estaba sacando de sus casas a miles de
hombres honrados para llevarlos a fusilar a cualquier cuneta del
extrarradio. Como se trata de contar la verdad, tengo que dejar dicho
que, en virtud de no sé qué mecanismo interno, no me alteré en
absoluto. Y que lo que aquella vez pensé fue únicamente:—Pues si
queréis verme asustado, vais listos. Me vestí, pasé ante la fila
de pistolas que me encañonaban en el pasillo y bajé, escoltado por
la milicianada.En los pisos altos de la casa oí a alguien que
decía:
—Del principal se llevan a "uno"...A la vuelta de
la esquina aguarda un "Rolls" amarillo. Avanzamos en grupo,
y justo en el momento de poner el pie en el estribo noté que la
lengua se me pegaba al paladar y que me quedaba sin saliva.Pero no
fue más que un instante, y al caer en el diván, entre dos
milicianos que se colocaron a derecha e izquierda, volví a sentirme
normal, y no sólo normal —extraños misterios del sistema
nervioso—, sino inclinado a la burla.
—Buen coche, ¿eh? —exclamé
sonriendo y pensando "así no es difícil tener buenos coches".
—Sí. No es malo —contestó con el
ceño fruncido uno de aquellos hombres. Y dirigiéndose al que
llevaba el volante, ordenó:
— ¡A Medinaceli!Menos mal. No íbamos
hacia el extrarradio. Para empezar íbamos a una "checa". Y
no se habló más. Llegamos al palacio de los duques de Medinaceli,
convertido en "checa" en aquella época por las milicias
socialistas de la "motorizada". Subimos por la suntuosa
escalera del vestíbulo central, que ya empezaba a no ser suntuosa;
me metieron en una salita-despacho con balcón al jardín, y
medejaron, mano a mano, con un miliciano de cara tan sumamente
espantosa, que, a la primera ojeada que lancé sobre él, supuse:
—Éste es un infeliz.En efecto, era
un infeliz, como todos los seres de cara demasiado espantosa. Al
primer pitillo, la cara se le puso más espantosa aún: era que
sonreía. Al segundo pitillo ya hablábamos como viejos amigos.
Respecto a la guerra, que entonces empezaba y que había de durar
tres años, el miliciano tenía opiniones absolutamente personales.
Por ejemplo :
—Esto es cosa de diez u doce
días.—Con esto de las guerras pasa que los unos arrean unas veces
y los otros arrean otras.—En esto hay mucha traición, porque
infinidá de veces avanza usté, un suponer, por el campo pensando
que es de uno, y está plagao de "facistas".
—No hemos tomao Ávila, sin ir más
lejos, porque los "facistas" han formao alrededor de las
murallas un cinturón de mujeres y chicos.
—De Rusia nos van a mandar un
aeroplano que lleva dentro de las alas otros aeroplanos más
pequeños, pa soltarlos de pronto y pillar desprevenido al enemigo,
con el que se va a acabar esto escapao.
—Los del Alcázar se rindieron ya el
martes pasao, y eso que había dentro cuarenta mil hombres.—En
cuanto que tomemos al Alto del León, ya estamos en Coruña.
Etcétera, etc. Le llevé el aire, y al cuarto o quinto pitillo logré
que hablásemos de mi caso. No sabía mucho, pero sabía algo.
—Usté ya está arreglao con la de
denuncias que tiene...
—¿Hay muchas denuncias contra mí?
—indagué.
—¡Uf!
—¿Se reciben muchas denuncias
diarias?
—Aquí, unas tres mil un día con
otro.
—Yo que ustedes las rompía todas sin
leerlas.
Se sonrió con aquella deliciosa
expresión que le caracterizaba de orangután de Borneo para decir
deun modo despectivo y suficiente:
— ¡Claro! Usté, sí. Tos lo de la
cuerda de usté romperían las denuncias pa librar el pellejo y...Le
atajé bruscamente, poniendo en el gesto y en el tono toda la
grosería, toda la chulería, toda la superioridad y toda la
acometividad que me fueron posibles; y bajando la voz, para mayor
efecto:
—No sea usted animal. Yo no digo que rompería las denuncias para librar el pellejo, porque a mí me sobran agallas para morir yo o para cargarme un tío si se tercia.
—No sea usted animal. Yo no digo que rompería las denuncias para librar el pellejo, porque a mí me sobran agallas para morir yo o para cargarme un tío si se tercia.
—¿Eh? —susurró él.—Digo que
rompería las denuncias porque son todas falsas.
—¡Sí, falsas!—replicó con desdén
y empezando a mirarme de mala manera.
Seguí, convencido de tenerlo ya en el
bolsillo, a pesar de todo, y siempre hablándole en su
"idioma":
—El que denuncia es un cobarde que
quiere matar a un enemigo y no se atreve a hacerlo de cara por si las
moscas; y con el truco de la denuncia consigue que se lo maten
ustedes sin molestias y además gratis. Mi hombre sufrió una
conmoción mental y se quedó con la boca abierta, en silencio. Hacía
tantotiempo que aquellas desgraciadas gentes no oían más que
mentiras idiotas, que el peso de unaverdad, asestado de pronto, era
superior a sus fuerzas. Me aproveché de su esperado estupor
pararemachar el clavo con un martillazo más:
—Y así resulta que ustedes están matando enemigos de desconocidos, no enemigos propios; es decir: están ustedes matando, seguramente, inocentes.
Hubo un larguísimo silencio. El miliciano, al cabo de mucho rato, exclamó de pronto, mirándome recto a los ojos y quizá asaltado por una sospecha:
—Y así resulta que ustedes están matando enemigos de desconocidos, no enemigos propios; es decir: están ustedes matando, seguramente, inocentes.
Hubo un larguísimo silencio. El miliciano, al cabo de mucho rato, exclamó de pronto, mirándome recto a los ojos y quizá asaltado por una sospecha:
—¿Usté está sindicao?
—No —contesté—. Yo no estoy
sindicado. Yo soy un trabajador libre.
Volvió a aparecer en su rostro el
desdén hostil que apareciera antes.
—¿Trabajador? ¿Y usté en qué
trabaja?
—Escribo comedias y novelas.
El miliciano arrugó el ceño, como si
no conociera el significado de aquellas palabras. Yo busqué enmi
interior el título de mi comedia más popular, y agregué:
—¿No vio usted una función que
echaron en "Cervantes", y que se llamaba Usted tiene ojos
demujer fatal? Pues esa función la inventé yo.
Mi hombre cambió su gesto por una
expresión de asombro; me contempló minuciosamente dearriba abajo,
y, por fin, dijo:
—¡Ah!Y ya no volvimos a cruzar la
palabra.Las horas pasaron lentas y densas en la soledad de la
salita-despacho. Al cabo, la puerta se abrió y entró otro miliciano
de aspecto bastante menos cerril. Mi "amigo" se apresuró a
llevarse a un rincón al recién llegado, y allí cuchicheó largo
rato con él. Como final de la conversación, el que acababade entrar
avanzó hacia mí y me preguntó:
—¿Y usted por qué esta aquí?
—Porque me han sacado a la fuerza de
mi casa esta mañana, pistola en mano y me han traído en un coche.
Parece ser que se sospecha que escondía en mi domicilio a Salazar
Alonso.
—¿Y no es verdad?
—Yo no conozco a Salazar Alonso más
que de fotografía. Pero, en fin: no lo conozco porque ha dado la
casualidad de que nadie me lo ha presentado, pues si hubiésemos
coincidido en algún lado con un amigo común de los dos, ahora sería
yo amigo suyo. ¿Y eso qué demostraría? Nuevo silencio.—¿Y por
qué más le han traído a usted?
—Éste (y señalé al miliciano
primero) dice, que, además, hay muchas denuncias contra mí.
—¿Y de qué le acusan en esas
denuncias?
Terció el primer miliciano, tomando la
palabra:—De que aquí (señalándome a su vez) es "fascista".—¿Y
usted qué dice a eso?—Que me juego la cabeza a que esas denuncias
están firmadas por compañeros de oficio, que me aborrecen y que
desean que ustedes me quiten de en medio cuanto antes.
—¿De quién sospecha usted?
—De Fulano, Mengano y Zutano.
Y di tres nombres de redactores de un
popular diario de la noche.Un interrogador revolvió en un gran
montón de papeles y me preguntó sin levantar la vista de
ellos:—¿Qué nombres ha dicho?—Fulano, Mengano y Zutano.
Una pausa.El miliciano volvió a dejar
los papeles sobre la mesa y murmuró:—Está bien.Dio media vuelta y
se encaminó a la puerta, desde la que añadió antes de irse:—Ahora
vendrá el comandante.—¿Y quién es el comandante?—le pregunté
al miliciano de la cara espantosa
.—Puente. El comandante Puente, de
las milicias socialistas.Era la primera vez que oía yo aquel nombre.
—¿Y es militar?—insistí.
—Claro. Es comandante de las milicias
socialistas.
—Digo si es militar de oficio.
—No. De oficio es panadero.
El "comandante" Puente tardó
aún en presentarse una hora larga. Por fin hizo irrupción andando
deprisa, desparramando autoridad y seguido de dos o tres más. Mi
miliciano, al surgir los nuevos personajes, quedó convertido en un
mueble con patillas. Puente era un hombre joven y rubio; vestíade
uniforme y llevaba una pistola al cinto. Daba la sensación de
hallarse muy satisfecho de símismo. Cruzó la estancia sin mirarme
siquiera y se instaló detrás de la mesa, de espaldas al balcón.A
su lado, de pie, quedó un joven moreno, con aire de empleado de
Banco o algo así. Entre losacompañantes de Puente figuraba el que
mandaba el piquete de milicianos que había ido a buscarmea casa;
pero volvió a marcharse en seguida de entrar.
Durante diez minutos largos Puente
revisó los papeles desparramados sobre la mesa con una caratan seria
y un entrecejo tan excesivamente fruncido, que empecé a sospechar
que no leía nada y queen realidad estaba pasando todo el rato para
mí y para sus hombres. En esto, la puerta se abrió y asomó un
miliciano.
—¿Qué hay?—dijo Puente.
—El chófer de la marquesa de ***,
que viene a poner a nuestra disposición los tres coches de la casa
—contestó el miliciano.
—Bueno; que se queden aquí los
coches —ordenó Puente—. Y al chófer le asustáis un poco y
luego le dejáis marchar.
El miliciano sonrió; todos sonrieron;
yo sonreí también.
Sólo que la sonrisa de ellos quería
decir: "¡Qué bromas tan graciosas se le ocurren al
comandante!",y la sonrisa mía significaba: "Ahora, después
de veros en la intimidad, ya estoy seguro de que perdéis la
guerra."Pasaron otros diez minutos, y, al fin, Puente cruzó
unas palabras con el joven moreno y se encaró conmigo:—Y siendo
usted escritor —preguntó—, ¿no está usted sindicado?
—No.
—Pues la Sociedad de Autores
pertenece a la U. G. T.
—Los empleados administrativos, sí;
los autores no pertenecíamos a nada. Yo no me he sindicado jamás.
—Pero se sindicará usted
ahora...Dudé qué contestar, pero decidí seguir en la actitud firme
y sin paliativos de siempre.
—No he pensado nunca en sindicarme
—dije—. Y ahora, menos que nunca.
—¿Cómo dice usted? —borbotó el
comandante.
—Que no he pensado nunca en
sindicarme, y ahora menos que nunca —repetí—. El que se haya
sindicado antes pudo haberlo hecho por ideas; el que se sindique
ahora lo hará únicamente por serles a ustedes simpáticos o por
miedo. Yo no me sindicaré.
Un brusco silencio siguió a mis
palabras. De pronto, Puente volvió a tomar la voz cantante para
advertirme:—Se dice que tiene usted amigos que son
de Falange y otros que son de derechas.
—Es muy posible —contesté—,
porque el círculo de mis amistades es grandísimo y yo no he
preguntado nunca a mis amigos a qué partido político pertenecían.
Lo que sí puedo afirmarle desdeahora es que los peores
amigos que tengo, los más cobardes, y peor
intencionados, son de izquierdas.
—¿Cómo?—Porque de izquierdas son
los que me han denunciado.
El joven moreno de la cara de empleado
de Banco se inclinó a su oído y le habló en voz baja al
"comandante".Ambos discutieron un cuarto de hora; tal vez
más tiempo aún, sin que ni una sola palabra llegasehasta mí.Por
último, el "comandante" me dijo bruscamente:—Vamos a
mandarle a usted a su casa...
Creí haberle entendido mal, pues en
todo aquel diálogo se habían razonado cuestiones que, sinduda,
requerían más de una explicación. Pero no había entendido mal,
por cuanto mi interlocutor seapresuró a repetir:—Vamos a mandarle
a usted a su casa por ahora.
—Lo celebro —contesté—, porque
la congoja en que estará mi familia debe de ser terrible.
—Puede usted telefonear
tranquilizándoles.
No me hice repetir la invitación. Y
desde el mismo teléfono del panadero-militar llamé a los míos,
asegurándoles que estaba bien y que regresaba a su lado. Puente me
advirtió a continuación:—Mañana irán otra vez a buscarle para
nuevos interrogatorios.
—Pues le agradecería, para evitar un
nuevo susto allí, que no fueran a mi casa. Que vayan al café
"Europeo", donde estaré trabajando.
—Bien —dijo el "comandante".
Hizo un gesto el miliciano de la cara
espantosa, y éste abrió la puerta de la salita. Salí, y la puerta
se cerró detrás.
Unos momentos después estaba en la
calle.
Desde aquel mismo instante empecé a
tener miedo. Insondables misterios de la psicología y del sistema
nervioso. ¿Por qué conservé aquella sosegada indiferencia dentro
de la checa de Medinaceli, donde todo pudo haber ocurrido? ¿Y por
qué al cesar el riesgo de mi permanencia entre los milicianos me
invadieron la preocupación y el temor? No sé. Pero así fue, y como
repito que aquí estamos para decir la verdad, no hay más remedio
queapuntar el fenómeno; desde que salí de la checa de Medinaceli,
hasta lograr abandonar Madrid, muchos meses después, tuve ya
siempre miedo; verdadero miedo; escrito lisa y
llanamente: MIEDO.
No obstante, sin decirles nada a los
míos, cogiendo un puñado de cuartillas cualquiera, y haciendo un
esfuerzo violento sobre mi miedo, a la siguiente mañana me fui al
café "Europeo", dispuesto atrabajar.
Me senté ante una mesa próxima a uno
de los ventanales, extendí las cuartillas, desenchufé la pluma ¿Qué
cuartillas eran las que había cogido? El lector lo habrá adivinado
ya. Eran el Prólogo de lainiciada comedia "Los encantos de la
delincuencia". Pero, naturalmente, no trabajé absolutamente
nada, ni creo que nadie hubiera sido capaz de trabajaren mi caso:
sentado en un café, en el verano de 1936, en Madrid y aguardando la
llegada de unos milicianos para ser llevado por segunda vez a la
"checa" de Medinaceli... Pero había que seguirdando la
sensación de indiferencia. Y durante un par de horas hice que
trabajaba: copié de nuevo varias réplicas, corregí otras: eso fue
todo.A la una, el corazón me dio un fuerte brinco dentro del pecho.
Acababa de ver a mis milicianos, que se habían apeado del coche,
acercarse al ventanal que quedaba a mi izquierda y contemplarme al
través delcristal...Apresuradamente comencé a escribir. Mi pluma
galopaba por el papel. Ellos seguían mirándome. Después se
pusieron a deliberar en la acera. Yo escribía cada vez con más
furia. Luego volvieron a contemplarme. La pluma corría a más y
mejor. Por fin, se separaron de la ventana; regresaron lentamente al
coche. Y yo continuaba escribiendo con ansia. Aún discutieron algo
entre sí. Y yo escribía, escribía. Por último, entraron en el
coche, cerraron y se fueron boulevard abajo. Dejé caer la pluma, con
un suspiro profundo.He aquí lo que había escrito en todo aquel
tiempo: ACTO PRIMERO DECORACIÓN Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo de la casadel
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo dela casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, enMadrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo dela casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, enMadrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo dela casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
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padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo dela casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, enMadrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo dela casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, enMadrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo dela casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, enMadrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo dela casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, enMadrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo dela casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, enMadrid. Amplísimo vestíbulo de la casa del
padre de Herminia, en Madrid. Amplísimo vestíbulo dela casa del
padre de Herminia, en Madrid.No podía decirse que con aquello
avanzase mucho la comedia, pero mi actitud había alejado parasiempre
a los milicianos. (Un hombre que escribía tranquilamente en un café
era —en el verano de1936, en Madrid— un hombre que no tenía
miedo. Y un hombre que no tenía miedo —en el verano de 1936, en
Madrid— era un simpatizante del marxismo).
Y también era indudable —y esto,
indudable de veras, que, gracias a mi trabajo de aquellos momentos
en que los milicianos me contemplaron desde el ventanal, el lugar de
acción del primer acto de la obra quedaba resuelto:AMPLÍSIMO
VESTÍBULO DE LA CASA DEL PADRE DE HERMINIA, EN MADRID.
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