Las páginas siguientes han salido de una importante conversación de
varias horas, concedida a Jean-Jose Marchand, el 1 y 2 de julio de
1972—por Ernst v.Salomon poco antes de morir. Este texto fue
publicado previamente en el Nº 4-5 de la revista Exil en 1975
y en fecha más cercana en la revista Eurasia, diciembre de
2006. Esta es su primera traducción al castellano.
El joven Cadete |
A los once años abandonó usted su familia para entrar en un
pensionado. Háblenos de esa experiencia.
Vivíamos en Franckfurt donde mi padre era funcionario de la policía.
Fui a una Musterschule, disculpe la expresión, que significa
«escuela muy privilegiada», después al Liceo Lessing, muy
exclusivo. Pero no me distinguí particularmente y mi padre me
inscribió en el Kadettenkorps—los Cadetes Reales de Prusia,
primero en Karlsruhe. Por decirlo así no volví a tener más
contacto con mi familia. Yo era «cadete», descubrí una
nueva patria, un mundo nuevo.
Un mundo muy duro. La educación en el Kadettenkorps, tenía
un objetivo preciso, como ya conté en mi libro Los cadetes.
Nuestra primera lección nos fue dada por un teniente:
«Señores»—porque a los diez años ya nos hablaban de
usted... «Señores están aquí para aprender a morir».
Esto me gustó mucho: encontraba que era algo mágnifico: las
virtudes que me fueron enseñadas eran las más fuertes que podían
surgir de la idea de nación: determinaron toda mi existencia. Soy un
cadete, con una formación de cadete—aunque debo confesar que no me
gustaba serlo. Esa educación me marcó, más allá de las ideas
políticas o nacionales. La palabra Prusia encerraba para mi una
patria, no debido al azar biológico de mi nacimiento, sino como
noción espiritual. No encuentro en ningún otro Estado una idea
nacional como la que se vivía entonces en Prusia. Cuando digo que
soy prusiano, no quiero decir que Prusia podría renacer bajo su
forma anterior—eso está muerto— o que pueda ser reconstruida, o
que exista una capa social lo suficientemente importante como para
resucitar a Prusia. No. Ha existido como ejemplo, espiritual, el
espíritu prusiano. Cuidado: no existe filosofía prusiana, conceptos
prusianos. Existe una actitud prusiana. He estudiado mucho a
Bismarck, que es considerado como el protoripo del prusiano. Pero no
encontraréis la palabra Hegel, ni en sus libros, ni en sus
discursos, ni en sus cartas. Ahora todo el mundo dice que Hegel es el
inventor, el filósofo, de la idea nacional prusiana. Bismarck hizo
sus estudios en Gotinga, en el momento en que Hegel, el gran filósofo
de la prusianidad enseñaba en Berlin, Hegel, famoso en el mundo
entero y que biológicamente tampoco era prusiano sino Suavo. Pero es
la vida de Bismarck la que demuestra, si puedo emplear ese término,
lo que quiero decir. Vivía de la experiencia, de la actitud, de la
tradición prusiana.
Su edad no nos permite participar en la primera guerra mundial.
¿Podría hablarnos de ese periodo?
Ah sí, ya ve, esto se relaciona estechamente. Cuando la guerra llegó
a su fin, no tenía ni un sólo deseo: participar. Era demasiado
joven, yo no podía. En aquel momento, en el Kadettenkorps,
rezábamos para que la guerra continuase para poder ir; es el
verdadero espíritu de cuerpo; en el prólogo de mi libro Los
Cadetes, he escrito que honro a los Cadetes de Saumur que
atacaron a los carros de combate alemanes en uniforme de gala; eso
significaba, según yo, que el espíritu de cuerpo estaba vivo entre
ellos, incluso si no eran prusianos, incluso si eran franceses. Me
gustaría decir que, para mi, Clemenceau, de Gaulle, como personajes,
como políticos, como estadistas, son prusianos franceses. Es un poco
exagerado, pero como comprenderéis. Ese espíritu me llevó directo,
cuando llegó la derrota, en 1918, al Freikorps, los Cuerpos
Francos. Me uní a los soldados y rápidamente esos soldados, en
medio de la revolución, se convirtieron en los soldados del Estado.
Era el Estado lo que importaba. Naturalmente, era monárquico. Pero
al mismo tiempo que éramos monárquicos, nos hacía falta ser más
firmes que el monarca, que había huido. En consecuencia
permanecimos, pero no teníamos nada que ver con los objetivos
políticos a los que servíamos.
Era la «revolución». En Alemania no teníamos una
Revolución sino una guerra civil latente, a lo largo de los años
veinte; el proletariado que combatió verdaderamente en la calle;
pero la burguesía se hizo defender por los Cuerpos Francos
que, en el fondo no tenían nada que ver con la burguesía, estando
en las fronteras y en el interior, al servicio del Estado.
En
1920—tiene usted dieciocho años—estalla el Putsch de Kapp y
Lütwittzi.
En algunas ocasiones ha saludado usted ese suceso como un acto
positivo, destinado a restaurar el orden. Algunas veces lo ha hecho
con escepticismo ¿Qué piensa hoy?
Eso también salió del espíritu del Freikorps, que me
gustaría señalar como espíritu prusiano.
Era algo muy extraño, Presentia una revolución que se acercaba.
Una revolución comienza por la revuelta de las ideas y acaba en las
barricadas. Y nosotros, con la locura de la historia, nos subimos a
todas las barricadas, pero no habíamos precisado nuestras propias
ideas. Hubo que repensarlo todo: el concepto del Estado, el concepto
de nación, todo aquello que hasta entonces había servido de base
para el pensamiento político.
Fue la única bendición de los años veinte, los «felices
veinte» como a veces se los llama, esos años veinte que
considerados desde un punto de vista histórico, fueron años
atroces: una tentativa de renovación grandiosa, una tentativa que
ahogó las verdaderas formas de democracia; porque quiero insistir
sobre esto; hasta nuestros días, la democracia no ha sido conocida
por nosotros, los alemanes, nos ha sido impuesta después de que
perdiésemos la guerra, y no bajo las formas en que hubiéramos
podido crearlas nosotros mismos. Y aún es así.
Participé
en todos los Putschs, Participé en el de Kapp en 1920, en la
formación de la Brigada Ehrhardtii,
pero ese putsch debía fracasar y para mi es bueno que fracasase,
porque estaban ausentes las condiciones que hubieran podido, en aquel
momento, colocar el poder entre las manos de los nacionalistas
alemanes; y el poder, no hubieran podido utilizarlo correctamente.
Desde que comprendí que no existían las condiciones espirituales
para mi voluntad política dejé de lanzarme a la acción. Yo era muy
joven. Tenía sólo diecinueve años cuando me encontré implicado en
el suceso que determinó toda mi existencia de una forma muy distinta
a como me lo había imaginado.
Fui a unirme a una pequeña tropa—Goethe dice que siempre ha que
escoger la tropa más pequeño; había escogido la más pequeña y
activa, la del Capitan Erhardt cuando hizo su intentona. El putsch
había fracasado. Habíamos luchado en la Alta Silesia y en las
fronteras, como formación de autodefensa. Participé también en
acciones contra los separatistas renanos; después entré en los
ambientes de la Liga, y allí éramos tan sólo unos pocos, una
treintena, los más activos de los cuerpos francos, de la Brigada de
Voluntarios Erhardt.
El verdadero cerebro del movimiento era un joven de veinticuatro
años, Erwin Kern—era de nuevo el destino, puesto que en el
Kadettenkorps me habían dicho: «Habéis venido para
aprender a morir» —Kern partía del punto de vista: «No
nos pegamos un tiro en la cabeza cuando perdimos la guerra así que
hemos violado nuestro juramente a la bandera; en el fondo estamos ya
muertos». Esa era, tengo que decirlo, la consigna de los
anarquistas. Me convertí en autor de atentados, con la voluntad, la
conciencia de que eso significaría mi muerte.
En esa época comprendí el principio de la «tropa perdida» de la
Edad Media. Cuando dos ejércitos se acercaba, formaban dos masas
llevando picas, entre las dos se situaba la «tropa perdida».
Gente que no llevaba sino una larga espada que llevaban a dos manos,
que sólo podían empuñar a dos manos. Llegaban, precipitándose
sobre la masa enemiga, para abrir una brecha. Si de entrada no lo
lograban, eran atravesados por las lanzas. Ese concepto romántico,
adquirido en lecturas, pero que se correspondía a mi educación, me
llevó a Kern.
Hasta aquel momento, la OC no existía. La policía prusiana sabía
que el capitan Erhardt continuaba su agitación en Baviera y que
operaba bajo el nombre de un Consul. La policía llamó a eso
Operación Consul. Cuando nos enteramos, nos gustó mucho, porque esa
fórmula mágica, inventada por la policía, nos abría todas las
puertas. No teniamos nada más que decor: «Órdenes del Jefe.
Operación Consul». Consiguiamos todo lo que queríamos.
Recibimos coches, armas. Queríamos liquidar a todos los políticos
lo que existían en Alemania favorables a la política «realista».
Queríamos matarlos uno trás de otro, hasta que el pueblo se
despertase.
Era, de nuevo, una idea errónea de la revolución.
Por ejemplo, cuando matamos al Ministro Rathenau—era el más
importante de todos—el pueblo se alzó, pero contra nosotros. A
pesar de la gran ola nacionalista. Una hora después del atentado yo
ya sabía que nos habíamos equivocado, que de nuevo habíamos
fracasado completamente. Supe también que a lo largo de toda mi vida
permanecería bajo la sombra de aquel asunto: sin embargo sentía
que, cuando uno se encuentra en la sombra, no puede escapar sino
proyectando su propia luz.
En efecto, el capitan Erhardt, jefe de la Organización Consul,
fue condenado por el asesinato de Rathenau—que por otra parte no
aprobó Ernst Jünger.
Rathenau fue asesinado a su regreso de Rapallo, es decir en el
momento en que acababa de inauguerar la politica de aproximación a
Rusia, y muchos conservadores eran favorables a esa política de
acercamiento con Rusia. ¿Querría explicarnos esa compleja
situación?
Sí. Tenía, naturalmente, la opinión del chico de diecinueve años
que era entonces, sin una visión de conjunto. Rathenau volvía—no
de Rapallo sino de Ginebra—de concluir con Occidente, sobre todo
con Lloyd George, un arreglo razonable de las reparaciones de guerra
demasiado pesadas, inflingidas a Alemania. Es Poincaire, que por así
decirlo, empujó a Rathenau a ponerse de acuerdo con los rusos, para
asegurarse una contrapartida frene a las exigencias francesas. Se
puso tambien en contacto con Lloyd George. Pero la politica francesa
hizo temer que el acuerdo entre rusos y alemanes inaugurase una
alianza futura que tendría por objetivo chantajear a Francia, es
decir a Occidente—lo que no era parte de las intencions de
Rathenau. Como usted sabe, incluso recientemente, el Canciller
Adenauer no quería no oir hablar de Rathenau debido a Rapallo.
Decía: «Nunca más Rapallo, ninguna alianza con los rusos, eso
nos aleja de Occidente».
Nosotros, los jóvenes, habíamos llegado en pleno crecimiento en
medio de esas complicadas circunstancias y dijimos: «No queremos
pagar nada». Ese fue el lado pasional de aquel asunto. El error,
es que pensábamos que podríamos realizar una revolución. Aquella
revolución no tuvo lugar. Es cierto que algunos grupos políticos,
ya en aquel momento, llevaban una política personal. No hablo de los
nacionalsocialistas, hablo del ejército, de la Reichswehr. Quiero
decir que en aquella época el Abwher, [El general] von
Seeckt, mantenían importantes contactos con los rusos, los aviadores
alemanes eran formados en Rusia, tropas armadas alemanas también. En
un momento dado, Rathenau debió reconocer que su política de
Rapallo no era aceptable para los franceses. En aquel instante, en
aquel momento histórico, llegamos sin saber nada de eso, disparamos.
Esa es nuestra culpa; pusimos fin a la posibilidad de una política
que era absolutamente adecuada y que nos hubiera podido hacer
progresar políticamente.
Un hombre como el capitan Erhardt lo había comprendido; aquel hombre
no era aquello por lo que lo hacíamos pasar, es decir un combatiente
activo. Ciertamente era un hombre de acción; y los jóvenes que lo
seguían eran hombres de acción; y cuando esos hombres se pasaban de
la raya—eso le honra—se colocaba delane suyo y les servía de
escudo. El capitan Erhardt ha muerto recientemente, a la edad de
noventa años y, hasta el final, los dos permanecimos bastante
alejados el uno del otro, ya que yo era el otro, ya que yo era uno de
esos jóvenes que habían sido protegidos por él sin que hubiera
podido convertirnos a su política. Creo que lo rompieron por culpa
nuestra, al capitan. Su concepto era mucho más simple, dirigida
contra la derecha burguesa; estábamos contra la burguesía,
estábamos a favor de la aventura, a favor de la revolución, una
revolución dirigida contra la burguesía.
En su obra, no hay ni una frase antisemita y su compañera ha sido
por largo tiempo una judía. ¿Pero cómo era tan fuerte el
antisemitismo en Alemania en aquel momento?
No había antisemitismo en Prusia. Nunca hubo guettos en Prusia.
Durante una reunión de la Dieta, el siglo pasado, se planteó
la cuestión judía: «¿Por qué no puede un judío convertirse
en oficial o funcionario en Prusia?» Y Bismarck, como diputado
conservador, contestó atribuyéndolo todo a la religión: «Cuando
un judío practicante se convierte en funcionario, o en oficial, se
encuentra necesariamente en conflicto con su conciencia por el simple
hecho de que los judíos respetan el Sabbath y no pueden hacer nada
durante sus días feriados, eso crea crea una conflicto con su
concueencia».
Ahora bien, Rathenau nunca perteneció a ninguna comunidad judía.
Mucha gente ignoraba incluso que fuera judío. En sus obras, habla de
«hordas asiáticas en tierras brandemburguesas». Era
coracero, y cuando, como coracero, quiso hacerse oficial de su
regimiento, no pudo conseguirlo. Le dijeron: «Primero hay que
cambiar de religión». Entonces Rathenau dijo que no, porque no
podía pagar ese precio. No porque profesase el judaísmo, sino
porque consideraba falsa esa forma de plantear el problema.
Pero habían también en Prusia provincias que eran católicas. Allí
sí habian habido ghettos, y alló los judíos debieron luchar por su
libertad.
La marcha de la brigada Erhardt comenzaba con estas palabras:
«Cruz gamada en el caso ce acero». ¿Pero que significaba la
cruz gamada para aquellos jóvenes?
La cruz de ganchos (Hakenkreutz), se habla de rueda solar o de
otras cosas así. Pero el gancho representa la duda, una duda contra
la cruz, porque la cruz es un emblema universalista, el de una
religión destinada a todos los pueblos. Siempre hay algo de pagano
en la cruz gamada.
En Francia sólo en el País Vasco se encuentra también la cruz
gamada, por otra parte invertida. Un frances nos ilustra al respecto:
Gobineau, con su teoría de las razas ha interpretado un papel
importante en la literatura alemana y los los nacionalsocialistas se
inspiraron en él; literariamente se ha invocado la pureza de la
raza, aunque pocos pueblos esten más mezclados que el alemán. Pero
para nosotros lo que expresaba la Cruz Gamada era un deseo de unidad.
Por otra parte, ese emblema no era único llevado por la Brigada
Erhardt, algunos preferían la calavera. Es una idea curiosa sentirse
ligado así a la muerte. Ya lo había constatado Clemenceau, cuando
dijo: «Los alemanes aman la muerte. Esto les diferencia de otros
pueblos». Esto se aplica a los prusianos y no a otros alemanes.
Aman la muerte.
Después del asesinato va usted a Munich, junto al capitan
Erhardt. Quisiera que nos hablase de la personalidad de Erhardt.
Era entonces mi capitán. Era el comandante de la unidad en que
estaba y lo conocía. Era oficial de marina. Su padre era pastor en
Lörch y la familia venía de Suiza. No era prusiano. En la marina
alemana, había muchos alemanes del Sur.
Erhardt no era un político destacable. Era un soldado honesto y
protegía a sus hombres. Buscaba reúnir todas las organizaciones
nacionales. Ahora bien, entre esas organizaciones, había un pequeño
partido—siete hombres, con uno a la cabeza que sabía hablar. Eso,
ninguno de los viejos oficiales, ninguno de nosotros, sabía haerlo.
Es así como Hitler fue contratado por el Bloque Nacional, como nos
denominábamos, como orador. Es como orador que Hitler logró ser
influyente, como se apropió de todas las ideas que se le llevaban,
que las probó, reteniendo todo aquello que podría atraer a las
masas.
Constatemos que Hitler siempre indicó como profesión: escritor,
pero siempre declaró en sus discursos que los grandes
revolucionarios de la historia mundial no eran nunca escritores, sino
siempre oradores. Ahí tenía razón. Es un hecho cierto que los
grandes héroes populares no era intelectuales sino oradores. Ahora
bien, nosotros, al contrario que Hitler, estábamos por el Estado y
no por el Pueblo. Es tal vez en ese punto que la divergencia de
nuestro pensamiento, en el seno del nacionalismo alemán, fue más
reveladora.
Los proscritos fueron un éxito mundial y quisiera
plantearle dos cuestiones al respecto. Primera pregunta: las razones
de ese éxito en Alemania en el plano literario, e la medida en que
marcaba definitivamente un retorno a la objetividad contra el
expresionismo (en su manera de tratar la prosa alemana). Segunda
cuestión: su contenido.
Durante mi proceso, veía al tribunal como un conjunto que funcionaba
maravillosamente pero que no me preocupaba. Mi proceso era interior,
mi experiencia del asunto; los hechos evocados por el tribunal no
tenían nada que ver con mi acto. Tenía el sentimiento de que debía
operar una síntesis a partir de esa esquizofrenía de los hechos,
del proceso y de la experiencia interior del acusado. En prisión,
recapitulé e intenté contar esa historia. Esa forma de escribir fue
tomada como nueva porque yo había «descubierto»—si oso
apropiarme de una expresión que es, creo, de Le Corbusier—la
«novela documental». Evidentemente, esa expresión es
inexacta. Mi libro no es un informe sobre las cosas vividas, sino una
tentativa de enfrentarme las experiencias interiores con las
experiencias exteriores. Ahora bien la objetividad no puede hacerlo.
El expresionismo tampoco pudo hacerlo, no era sino éxtasis, no se
enfrentaba a la dura verdad de los hechos. En mi relato los hechos
eran vividos y el éxtasis debía inflamarse a su contacto.
Siempre ha sido así, en todos mis libros anteiores. Así que en El
cuestionario donde empleé simples preguntas objetivas,
entremezcladas, para contar el proceso vivido, para desarrollar el
hilo conductor de los hechos con todo aquello que conlleva.
Después de la primera guerra mundial, en los años veinte, los
«felices veinte», alguna cosa surgió que no existía
después de la Segunda Guerra Mundial: una formidable literatura de
guerra. Todos aquellos que se habían visto implicados escribían
sobre la guerra. Uno de los mejores fue Ernst Jünger. Había
participado de la guerra como oficial de las trincheras, como
teniente subordinado, después escribió un libro que, para mi, es
todavía hoy la obra más auténtica sobre la primera guerra mundial.
Ya que aquel que desee saber que es una zapa, lo encontrará en su
libro; el que queira saber como se desarrolló, con detalle, lo
encontrará; pero hizo algo más, lo que nadie más hizo, se planteó
la pregunta: «¿Cúal es el sentido de esta guerra?» Era la
primera vez que el hombre a través de la persona del guerrero, se
enfrentaba a la materia. La materia era, o podía ser, más fuerte,
pero no para el individuo. Para el individuo lo que contaba era
probarse ante la materia y eso, para mi, es la llegada de una nueva
era, de una nueva era histórica. Por vez primera, las cosas se
emancipan, la materia se enfrenta al hombre. Yo tambiñen, durante mi
primera detención, y más tarde, durante mi segunda detención en
Moabit, me planteé la cuestión en cuando al sentido de mi acción.
Es esa cuestión la que me llevó hasta Ernst Jünger.
Fundamos entonces, intentamos escribir una nueva enciclopeía, porque
continuaba mis actividades revolucionarias... Me tomana por un
revolucionario. Decía: lo que quiero ahora, es la revolución
espiritual. ¿Dónde comenzar? Los franceses nos lo enseñaron:
escribir una nueva enciclopedía, revisar todos los conceptos. Lo
hicimos. Y los jóvenes escritores salieron en la derecha, lo que
sorprendió entonces a todo el mundo. Hasta entonces era la frase de
Thomas Mann, repetida por todos los hombres de letras, la que
contaba: «A la derecha no hay espíritu. El espíritu no está en la
derecha, está en la izquierda».
Yo me decía: «Derecha o izquierda, eso no me concierne».
¿Qué me importa el parlamentarismo? Eso le importa a los que se
sientan en el parlamento. Lo que me interesa se encuentra en el
conservadurismo: el espíritu de cuerpo». De golpe pensabamos
reconocer el Estado en su elemento inicial, en el espíritu de orden.
Habían asociaciones que llevaban por nombre el de Orden de los
jóvenes Alemanes. La Orden como célula inicial del Estado, eso es
lo que buscábamos. Lo encontramos. Pero cuando lo expresamos no
supieron comprendernos, ya que mientras una gran ola había caído
sobre nosotros, la del nacionalsocialismo que no aceptaba nuestros
temas. Nos planteabamos como nuevo principio: ¿qué es el Estado?,
¿qué es la nación?, ¿qué es el pueblo? Y de pronto nuestras
respuestas sonaron en todas calles, en la radio, en todas partes,
pero el nacionalsocialismo empleó nuestros conceptos al revés.
Desde el punto de vista intelectual era a la vez Dios y Diablo. La
falsificación de todas nuestas ideas. No podíamos aliarnos con él;
tal vez eramos los ńicos que no podían aceptar un compromiso con
ñel, con Hitler, con lo que aportó.
Lo hemos explicado, eso fue claramente comprendido. Mientras Jünger
eramos ya tan conocidos en el mundo que no podían correr el riesgo
de tomar medidas contra nosotros.
Eran grandes palabras. Era como un Dios y todo era perfecto. Pero
para nostros era el Diablo, el Gran Inquisidor de Dostoievski.
Toda la literatura de Hitler, toda su teoría, su Rosenberg con su
libro, su cosmovisión del mundo no era real. Había buscado en todas
las estanterías lo que le parecía eficaz para el momento, lpara
presentarlo como visión central del mundo nacionalsocialista. No
existía visión del mundo nacionalsocialistas, no existía filosofía
nacionalsocialista. Era un conbglomerado de las opiniones más
absurdas.
No puede usted imaginarselo: no sabia nada de Hegel, no sabia nada de
nada, nada.
Notas
i
El Putsch de Kapp fue el último gran intento
militar de la extrema derecha nacionalista y monárquica de derrocar
la recien creada república alemana. Toma su nombre del Consejero de
Estado Wolfgang Kapp, dirigente de la Nationale
Vereinung y del Deutschenationale
Volsparteit.
ii
Marinebrigade Erhardt,
que tuvo por primer nombre el de II
Marinebrigade
Wilhelmshaven,
fue un Freikorps creado en 1919 por el capitán de corbeta Hermann
Ehrhardt (1881-1971). Combatió en Berlín, Alta Silesia, el
Báltico. Su intento de disolución fue el motivo inicial del
llamado Putsch de Kapp.